La vida en suspenso, jornada 21

Viernes 3 de Abril

Existen por casa tres o cuatro reproducciones de Edward Hopper: Habitación de hotel, Los noctámbulos, Sol matinal, Casa junto a la vía del tren, tal vez alguna más. Enmarcadas, colgando de las paredes y distribuidas por las estancias, las fijaciones del pintor que fue a París, conoció la vanguardia de principio de siglo pasado, no le interesaron sus propuestas y se volvió a su casa para pintar sus obsesiones, las he visto siempre de manera decorativa.  Algunas láminas llevan entre nosotros más de veinticinco años, viajando en las cajas de los sucesivos traslados que hemos ido viviendo. Nos han acompañado fielmente, ahora me doy cuenta, hasta encontrar su lugar en este tiempo. Para tratar de explicárnoslo. Necesitábamos sus escenarios, sus personajes, la luz intensa de sus ciudades vacías o mortecina de sus atardeceres junto a un faro, pero aún no lo sabíamos; veíamos en ellos la ilustración de una realidad extraña, donde los hechos -pocos- sucedían a través de la ventana que ofrece el marco, llevándonos a una vida como de ensueño, donde apenas hay personas o las pocas que hay, permanecen ajenas, inmersas en el escrutinio del paisaje, en la luz de las calles solitarias, sumidos en la lectura concentrada de un libro, a veces con la mirada perdida de quien mira sin ver. En soledad o acompañados, en un espacio público o en la privacidad de una habitación de hotel; desnudos, vestidos o en ropa interior, Hopper nos muestra los cuerpos sumidos en la contemplación serena, distante, abstraída del horizonte, mientras ninguna otra cosa parece ocurrir alrededor. La luz se hace protagonista del espacio que vemos tiñendo de vaga melancolía lo observado. La fuerza del color, la figuración, la rotundidad de las viviendas que pinta colisionan con la expresión ausente de sus personajes.

Esta mañana acudo a él para tratar de comprender esta extraña realidad que nos pasa. Una taza de café en la mano mientras observo con desgana, a través la ventana de la cocina, otra espléndida mañana que llega. Es el tercer día de este abril que nos sorprende confinados en la realidad suspendida, como a los protagonistas de sus cuadros. Dejo vagar la mirada por los patios posteriores a la casa: jardines descuidados, helechos crecidos, un gallinero donde canta sin entusiasmo un gallo solitario, una piscina cubierta por un toldo azul que embalsa el agua donde beben los gatos; gatos gordos, acicalándose al sol sobre los tejados de los galpones, hojas de hiedra nueva trepando sobre un muro de viejo ladrillo rojo; una nave que se alza vacía a ras de cielo, sobre ella, la grúa estática del astillero donde se lee Freire, escrito en enormes letras blancas sobre un fondo azul.

Inesperadamente comienzan a acudir personajes. En un patio de luces a mi izquierda, siguiendo la línea accidentada de los tejados, una mujer fuma a la ventana de su cocina en una alta vivienda. Lo deduzco porque no veo salir humo alguno de sus labios, aunque sí el cigarrillo que sujeta con la mano derecha alzada a la altura de su boca, el brazo perpendicular al marco de la ventana; durante unos minutos deja vagar la mirada al frente donde un depósito de agua suspendido sobre unas patas de cemento -azoteas de New York- se asoma al paisaje que no alcanzo a ver; tampoco ella ve las grúas que veo yo. Pero ambos sabemos que están ahí, somos vecinos. Cuando quiero darme cuenta ha abandonado la ventana. He vuelto la cabeza siguiendo el vuelo de un pájaro que pasaba veloz y, en el patio de grava frente a mi ventana ha aparecido la anciana que, como en otras ocasiones, toma el primer sol de la mañana recostada sobre una tumbona de rafia. Lo hace concentradamente: los ojos cerrados, el pelo recogido hasta la raíz ofreciendo la amplia frente, las mangas de la camisa remangadas por encima del codo y el pantalón largo doblado en varios pliegues que muestran sus tibias al sol. Me parece estar sintiendo el calor sobre su cuerpo caldeando su sangre, como un reptil que necesitara esa energía para comenzar la jornada. Me sobresalta el ruido de una persiana que se alza bruscamente, se trata de la joven que lee a su hija sobre la cama matrimonial que ambas comparten, las he visto alguna vez acostadas entre las lámparas de noche que la flanquean: el libro apoyado sobre las piernas juntas de ambas, la luz amarillenta tiñendo las paredes desnudas de la estancia saliendo a la oscuridad de la noche para enmarcar esa escena íntima. Tras un tiempo breve la persiana desciende con traqueteo pesado de lamas dejando resquicios de luz dorada entre ellas. Sobre la terraza emparrada de un chalet cercado por feas construcciones entorno, aparece el anciano tocado con boina y gruesas gafas de pasta. Viste una bata de lana a listas grises y, desde su rostro enjuto, observa el día que nace con el aplomo de un capitán, las manos apoyadas en la baranda de su navío. Una colada de sábanas y ropa interior cuelga a su espalda, inmóvil en los alambres que fijan la parra a la fachada.

No conocía la utilidad de esos cuadros hasta esta mañana, así que mientras busco en la biblioteca recién ordenada el volumen de la colección dominical correspondiente al autor disfruto con esta secuencia, ¿me ayudáis con la música?.

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