La vida en suspenso, jornada 33

Foto ,el País, octubre 2019
Miércoles 15 de abril

Si lo pienso, la única actividad que podría eliminar de mí rutina estos días sería dejar de escribir este diario. Esa sería sin duda, una transgresión. La secuencia se repite sin interrupción hasta el día siguiente -despertar, asearse, desayunar, escuchar las noticias, escribir, desayunar (con Marina, esta vez), escribir, “marujear”, pasear al perro, comer, ver las noticias, dormitar, leer, aplaudir, hacer ejercicio, pasear al perro, cenar, ver una serie, leer, dormir, despertar, asearse, desayunar…- encadenando hábitos similares a los de todos: tal vez cambiando pequeños pero significativos parámetros y, donde dice pasear al perro sea deberes con los niños, escribir pase a levantar al abuelo, siesta consista en cepillar al perro o teñirse las canas; aplaudir mude en tomarse un gintonic a las ocho o ver una serie se transforme en caer rendido en la cama, tras atender a los niños y el abuelo.

Habrá quien continúe con el trabajo desde su casa y el tiempo que antes empleaba en desplazarse y acudir a la oficina, lo empeñe ahora en tomar un par de cafés frente a la ventana, antes de ponerse con la tarea real, la productiva, aquella por la que le pagan a fin de mes, la misma que desarrollaba en otro lugar antes de la pandemia, esa que dice a sus hijos que hace y le lleva a sentir notable, o al menos, necesario. Tal vez alguno de ellos se asome a la pantalla con curiosidad, sin malicia, para juzgar dicha actividad objetivamente, quizá piense con creatividad y llegue a la conclusión de que “esto es lo que paga la factura del móvil, las zapatillas deportivas, las chuches”; o bien, “ah, esto era eso tan importante” y se vaya a sus quehaceres. Habrá quién trabaje con más calma, más concentración; o, por contra, lo haga peor sin la ayuda de los compañeros, las consultas necesarias que propician que la tarea salga adelante cada día, sin ese estrés fundamental que la vida de la oficina alienta: el contacto con la gente, las llamadas incesantes, las reuniones, la agenda apretada que en vez de organizar, desorganiza -no nos engañemos, las empresas no son espacios ideales donde la estructura es perfecta y el trabajo fluye sin parar, estimulante, enfrentando cada día un reto-. Más bien al contrario, el ámbito laboral se traduce en una constante solución de problemas que, mal que bien, vamos resolviendo como podemos, tratando de achicar agua de la embarcación para que esta continúe navegando, poniendo un parche sobre otro y tratando de mantener el aire dentro de la rueda: que la bicicleta siga en marcha; así y todo, la nave va, las cosas parecen ir tirando, el dinero fluyendo y la sociedad avanzando. La energía inicial con que abordamos cada tarea, cada nuevo cometido, va transformándose en rutinaria necesaria. Somos animales, necesitamos costumbres, lo contrario nos desquicia, nos incomoda, nos desasosiega; una vez dominamos -aunque sea un poquito- la tarea que se nos ha encargado, lo que se espera de nosotros, es cuando comenzamos a sentirnos bien, y con el tiempo alcanzamos la tan denostada “zona de confort”. Allí nos encontramos a gusto -no improductivos- es entonces cuando exploramos el territorio, enriqueciéndolo, reafirmándonos, aportando a las ya establecidas nuevas rutinas que den a la tarea original mejor desarrollo, más firmeza, concreción y eficacia en nuestra labor y, por qué no, satisfacción y belleza; con la seguridad que da sentirse reconocido, valorado e incluso, en ocasiones, estimulado y premiado. Recompensado en la labor bien hecha. Bastante a menudo, verbalmente alcanza. Al menos, en mi experiencia.

¿Por qué entonces las formas de producción, empresas y corporaciones se empeñan desde hace décadas en combatir nuestra rutina? En una permanente huida hacia adelante donde cada año que pasa debemos ser más eficaces, productivos, aportar más valor, ser disruptivos - del inglés, rotura o interrupción brusca- crear nuevos objetos o crearlos peor -obsolescencia- inventar formas nuevas de ocupar el tiempo, alternar unas actividades con otras, no poner el foco en ninguna y tratar de llegar a...ninguna parte. ¿A quién interesa esta dinámica perversa? Deberíamos introducir la reflexión entre nuestras rutinas.

Tal vez este “parón” -muertos aparte- no sea tan malo después de todo. Rutina y tedio son cosas diferentes.

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