La vida en suspenso, jornada 24

“Nunca hagas un anuncio que no quisieras que viese tu propia familia”. David Ogilvy.

Publicista, padre de la publicidad moderna -antigua ya- que ejerció su magisterio en los años cuarenta y siguientes del siglo pasado; creador de multitud de conceptos, claves y estrategias que han quedado obsoletos en el mundo global, cibernético y pandémico que habitamos.

Esta mañana trataba de imaginar un mundo sin publicidad -¿por qué no?, dentro del marco distópico que vivimos ya cualquier cosa parece posible-, echándome primero en brazos de Internet en busca de las cuatro pautas que necesita todo polemista de bar antes de lanzarse al barro. Y, oh, sorpresa, la publicidad no existe desde antes de ayer como a uno le gustaría creer, sino que la empleaban ya los babilonios en el año 3000 a.c., los egipcios en la antigua Tebas o los romanos en la Roma imperial con formatos variados y en soportes diversos. Es más, yendo mucho más atrás en el tiempo y, si me ha aprovechado leer a Juan Luis Arsuaga, parece ser que la imagen que nos formamos de nosotros mismos deseamos proyectarla de la mejor manera posible, que los otros se hagan una idea, tal vez incluso, por encima de nuestras expectativas. Esa idea tiene que ver con el concepto de mente, de consciencia de uno mismo. Lo ilustra perfectamente el ejemplo del enamoramiento, en esa etapa de nuestras vidas, ¿somos realmente nosotros o la mejor versión que de nosotros tratamos de ofrecer? ¿No es esta una forma genial de publicidad? Pero no la practicamos exclusivamente los humanos, sino que somos sólo una más entre la multitud de especies que se “publicitan”, con un mandato inapelable de la Naturaleza, la reproducción. Pienso en las orquídeas y sus llamativos colores: las plantas en general al objeto de polinizar o ser polinizadas; los animales que estos días podemos ver desde nuestras ventanas y balcones siguiendo sus ritos de cortejo, el palomo y la paloma son accesibles para todos.

Visto pues que la naturaleza usa estrategias similares, incluso mucho más sofisticadas, parece poco probable sentar las bases de un mundo imaginario donde no hubiese vallas publicitarias, ni anuncios en prensa escrita, televisión, radio o Internet. Que aquello que consumiésemos lo hiciésemos por voluntad propia o alentados por la experiencia de un amigo, familiar o conocido en quién depositásemos nuestra confianza. O bien, por el necesario concurso de nuestra propia experiencia, sensibilidad y cultura. Como resultado de interaccionar con el entorno que habitamos. Los productos llegarían así a las áreas donde se adquieren y sería el consumidor quién habría de elegir. El éxito o fracaso de estos dependería en buena medida de la elección del cliente, a la hora de decidir frente a la estantería o al frontal en el supermercado. Se parecería a la manera en que consumimos en la feria de un pueblo, o en un mercado de una ciudad desconocida cuando vamos de vacaciones: a pesar de que el tendero o los comerciantes pregonan sus productos en un intento de publicidad directa, acudimos al puesto, observamos y tal vez probemos -si nos es ofrecido-, y una vez hecho decidimos la compra. Es posible que, aún así, esta no sea satisfactoria: las manzanas que parecían tener buen aspecto estén secas por dentro, la verdura no es tan fresca como parecía o el café no tiene el aroma y sabor que el comerciante pregonaba. Bastará con no volver. Si el mercado es próximo y el mercader necesita ganarse la confianza del comprador no cabe el engaño o, al menos, no es rentable siquiera a corto plazo. De esta manera nos hacemos con los productos “de primera necesidad”, los que -estamos asistiendo a ello estos días- cubren nuestra necesidades básicas de alimentación, de subsistencia. De otra parte necesitamos información, entretenimiento, transportes -que los productos lleguen al lugar donde han de ser consumidos, claro está- y personas que produzcan lo que el resto consumimos. La reflexión viene al caso de los sectores que estaban manifestándose en las calles justo antes de que esta pandemia nos tomase a todos como rehenes. Hoy siguen produciendo en silencio, haciendo lo mismo que hacían antes de ella, trabajando duramente sin publicitarse en medio alguno, sin exigir la atención del consumidor para posicionarse en el mercado una vez esto pase y, por encima de todo, sin adoptar actitud revanchista o forma de coacción alguna frente a un mercado del que dependemos los demás, antes de la crisis nos decían: “del campo parte todo”. Les ignoramos. Veo en los medios publicidad de bancos, aseguradoras, plataformas de comunicación, clubes de fútbol, firmas de automóviles, eléctricas, telefonía, ¡casas de apuestas! y un sin fin de empresas y entidades de todo tipo que, sino se anunciasen, al menos durante unos días, muchos no echaríamos de menos. Sí, en cambio, me ha sorprendido conocer el trabajo de Isabel Sola Gurpegui del que pocos se hacen eco.

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