La vida en suspenso, jornada 19

Miércoles 1 de abril

Es fácil que a lo largo del mes que hoy comienza y dadas las circunstancias, se escuche a menudo la canción de Sabina ¿Quién me ha robado el mes de abril? Bien por él, y por la pronta mejoría de su estado de salud que se ha visto -como todo lo demás- postergado en la vorágine informativa que lo ocupa todo estos días: el virus y la manera en que saldremos adelante una vez pase la epidemia. Es posible que para el músico resulte positivo que la caída y susto posterior -operación y estancia incluida , una vez más, en el box hospitalario- coincidan con estas jornadas de perplejidad y reclusión obligatorias, lo digo por tratar de verlo con optimismo, quizás le venga bien no estar en el centro de la atención mediática: con suerte, y un poquito de salud (talento le sobra), de toda esta paranoia colectiva y vírica saldrán de su cabeza temas memorables.

Reconozco haber acudido a la canción como excusa para escribir a propósito del mes (no seré el único, pues tengo verdadera debilidad por él; por el mes, de la canción hoy salvaría tan sólo el estribillo, y me disculpo por adelantado Joaquín, que no me leerás), de la sublime belleza de lo efímero que nos ofrece la estación al completo y su primer tercio en concreto. Tal vez, los últimos días de marzo no deberían contarse como parte del mismo período, acostumbran a ser invierno; pero una vez comienza abril el esplendor va en aumento hora a hora, día a día, y ya es imposible no asomarse a la vida con la certeza de encontrar en ellos un bálsamo a cualquier padecimiento. Podría acudir a las imágenes recurrentes de esplendor en los parques, los jardines, la limpieza en el aire o el brillo inusitado de la luz en nuestra latitud estos días pero, tal como lo percibo, la maravilla reside cada año que pasa en vernos siempre sorprendidos: de repente el árbol frente a nuestra ventana, el estrecho jardín que bordea el paseo junto al río, la alameda donde acudimos cada mañana con el perro se han llenado de botones blancos, rosados, violetas sobre un verdor tan intenso, tan nuevo, tan rozagante, que conmueve. Y aunque hayamos vivido lo suficiente para estar persuadidos, que lo inevitable ocurriría una vez más a pesar de nuestra tendencia suicida como especie, la primavera acude puntual a nuestra ventana, aunque no seamos merecedores de ella, aun habiéndola olvidado el resto del año y, como el pez en la pecera, nos sobresaltemos ante la súbita aparición del esqueleto saliendo del cofre a cada vuelta que damos, tal es nuestra desmemoria.

No deseo, como Sabina, tener que lamentarme con amargura, que esas cinco letras que encierran una sonoridad de cristal -de campanilla de calesa, tañido de campana, canto de gorrión sobre una fuente-, una explosión de yemas que estallan en hojas donde las ramas conducen la savia incontinente, un torrente de agua que brota de la entraña profunda de la Tierra para elevarse en nube de vapor que empuja el viento, y descargar después en tormenta fragorosa sobre el campo recién sembrado, descubierto; no deseo digo, que se nos robe por completo, que también nosotros mujeres y hombres, podamos acudir perplejos, enajenados, las bocas y ojos abiertos de par en par, al menos unos días a este espectáculo a que se nos invita cada año a pesar de todo. Insectos y plantas, gasterópodos y miriápodos, aves y peces, lo están disfrutando ya, me consta.

Sí, yo también tenía planes en abril.

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