La vida en suspenso, jornada 22

Sábado 4 de abril

Esta ha sido una semana triste, a la muerte de Rafael Berrio el martes pasado se ha sumado la de Luis Eduardo Aute el día de ayer. No puedo decir que fuese al principio un gran fan, como sí lo era, lo soy, de Berrio. Ocurre, tal vez, que al primero llegué maduro, apreciando aquello que, cuando Aute llegó a mi vida de adolescente reaccionario, no estaba aún en condiciones de valorar. Me faltaban cientos de horas de vuelo, como suele decirse. Aquello a que quiero referirme eran los textos, las letras, las emociones puestas negro sobre blanco; hoy son para mí fundamentales. Lo mismo da si un intérprete llega o no con su voz a alcanzar registros de excelencia -si lo hace además, mejor- pero lo que desee contar en sus palabras ha de ser verdadero, emotivo, vivido, sentido,...o no. La magia está también, en mi opinión, en hacer partir de la imaginación y aderezar con un poco de realidad y experiencia propias, una historia creíble, que pueda trasladarse, arraigar en otros corazones; pobres artistas, llego a pensar, si hubieran de vivir todas aquellas ficciones que nos cuentan, no habría vida capaz de contenerlas. Con el tiempo aprendí a ponderar aquellas canciones que un día tildamos de cursis, tristes, pegadas a la trenca y a las inquietudes de una generación dos veces anterior a la nuestra, sin reparar -¡oh, precipitación e ignorancia infinitas!- que en esas palabras había más vida, emotividad, deseo, desgarro, libertad y rabia contenidas -o expresadas- que en cualquier alegato punk de los que entonces adorábamos y no comprendiamos -él, paradójicamente, sí- pues los textos estaban escritos en inglés y, a menudo, gritados, cuando no berreados. Hubieran sido, en cualquier caso, perfectamente compatibles; la música, como también se aprende después, no es una trinchera, un compartimento estanco, un bastión, una alambrada tras la cual tomar posiciones y hacerse fuerte. Cuando se es demasiado joven, pero sobre todo intransigente, ocurren esas cosas.

A mediados de los ochenta queríamos ser modernos a cualquier precio, algunos pasamos por el tamiz de los prejuicios cualquier cosa que durase más de dos minutos y no fuese pretendidamente divertida, contestataria o “enrollada”. Cool vendría más adelante. Que horror. Las emociones expresadas a golpe de guitarra y voz, así sin más, estaban proscritas en nuestro imaginario.

A Aute, como a otras muchas cosas fundamentales en la vida, llegamos a través de las chicas. Ellas estaban como abducidas con ese hombre de barba justa -pensemos en las barbas que se gastaban entonces- pelo largo, abundante y lacio que cantaba cosas delicadas, poéticas o sutiles con voz melodiosa y frágil. También desgarradas, comprometidas, dolorosas, melancólicas, nostálgicas o esperanzadas. E incluso, corriendo el tiempo, llegamos a encontrar hasta divertidas. Pero que, por encima de todo, traspasaban corazones, llegaban a lugares que nosotros ni siquiera sabíamos que existieran. Y así, poco a poco, llevados de su mano, más con la intención de llegar a ellas que a él, a través de discos o casetes (!) prestados, en guateques, cumpleaños o en los salones de padres ausentes, llegamos a este hombre que hoy se va. Tras él vinieron Serrat, Cohen, Sabina, Krahe, Silvio, Milanés, Dylan, Billy Bragg, ¡o el mismo Berrio!...No se entenderían Depedro, Lorena Álvarez o Nacho Vegas. El premio gordo llegó cuando caímos en la cuenta de que no era incompatible con Ramones, The Clash, Burning o Talking Heads. Todas emociones, todas válidas, la música como un río y sus afluentes "que van a dar en la mar, que es el morir", como dijo un poeta antiguo.

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