La vida en suspenso, jornada 31

Martes 13 de abril

Un vecino con quien nunca he hablado -nos cruzamos a diario, paseando a los perros- me advierte de la presencia policial,

- “Van como tolos tratando de sancionar a alguén, no salen de este barrio, en cambio en Coia que está lleno de drogadictos, allí no paran a nadie, en el Calvario la gente se pone una bolsa debajo del brazo y a pasear por la calle, y en México sabían de esto hace ya mucho tiempo: parece que los chinos han estado manipulando viruses desde hace muchos años, y a uno que tenían, le han puesto corona, por la cosa genética esa, y han sacado este, pero a ver quién les mete mano, ¡son los chinos carallo!, allí ni Organización Mundial de la Salud ni hostias, allí no entra ninguén, ¡pero para pero salir, levamos un mes na casa y ahora puede salir todo dios!, ¡esto va a repuntar y sino, al tiempo!, no se sabe por qué no nos dejan salir, lo que hay que hacer son teses, teses para todos, y el que esté bien a currar y el que no, en casita, ¡y al carallo!, mi mujer trabaja más que nunca, ¡aún va a llegar a casa y pegarnos el virus a todos!, y en cambio yo, me sobra el tiempo, el que antes me faltaba, ahora me sobra, no sé qué hacer con tanto tiempo…”

vuelve la espalda y se aleja con sus perrillas, tal vez tenga alguna urgencia. De vuelta a casa una vecina enmascarada detiene a Cody, le hace una cariño,

- “es idéntico a uno que teníamos nosotros, lo que pasa es que aquel lo teníamos en la casa, en Achas, ¿no sabes?, cerca de la Cañiza, pero aquel tenía rabo, no como este, son listos, sólo les falta hablar, ¿verdad?, lo tenía Gumersinda y le andaba todo el rato entre las piernas, ni cocinar la dejaba, así que llegaba el marido ya le pedía la cena, pobre hombre, le daba mucho al vino, ya le decíamos que no bebiera tanto, que le había de sentar mal, pero a él le gustaba, y además le mandaba chorizo, y tocino, y todo lo fuerte que hubiera, ¡venga para abajo!, ha de darte un patatús, le decíamos, ¡pero que si quieres arroz!, venga una taza, y otra, y otra después, mira yo, setenta y siete tengo, y él, con cincuenta y seis ¡para el otro barrio!, un poco hay que cuidarse, ¿no?, claro, a mí algo me duele, aquí, la cadera, así cuando me levanto, y un poco la espalda, pero por lo demás...a aquel le hicieron análisis, y radiografías, y de todo, pero le salió la sangre mal, ¡a ver! tenía la cara hinchada como un porco, y roja, de tanto vino que le mandó para pasar todo aquel chorizo, pero que le vas a hacer, un poco hay que cuidarse, para cuatro días que estamos aquí, porque para allá vamos seguro, no ha vuelto nadie…”

y voltea a hacer la cena, la veo subir tres tramos de escalera con una agilidad que ya quisiera el marido de Gumersinda, la de Achas.

Bajo una farola, en la esquina de su casa, fuma una vecina apoyada en la pared -viste bata de guata azúl celeste hasta debajo de las rodillas, zapatillas descalzas, a juego, pijama blanco con topitos rojos y gruesos calcetines de lana- observa a los gatos callejeros devorar la comida que ha puesto en una bandejita de porexpan; son casi una docena -algunos miran a sus compañeros comer mientras se relamen-, son gatos satisfechos. El humo del cigarrillo asciende por el cono de luz hasta alcanzar la lámpara. Me recuerda a Corto Maltés en la Fábula de Venecia.

- “buenas noches”, me dice, “buenas noches”, respondo.

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