La vida en suspenso, jornada 28

Sephora, Moisés y Josué
Sephora, Moisés y Josué
Viernes 10 de abril

Siempre es reconfortante saber que hay cosas inmutables, que cada Semana Santa volverá a programarse Los diez mandamientos, esa epopeya del pueblo judío abandonando Egipto en busca de la Tierra Prometida al otro lado del Jordán conducido por Moisés, a quién condujo a su vez, Yahvé. Año tras año, y desde hace ya muchos, uno la va completando -son tres horas largas de metraje-, reparando en aspectos diferentes cada vez, aquellos que en otras proyecciones no acertamos -por conocimientos o edad- a comprender-. O, simplemente, porque nos quedamos dormidos -acostumbran a darla a la hora de la siesta- y nos endosan a traición, cuando más frágiles y menos receptivos estamos, la historia sagrada de origen bíblico sobre la que descansan los pilares de nuestra sociedad occidental. Casi nada. Por eso resulta fascinante retomarla -Marina asegura que la ve desde los seis años; tiene ya diecinueve, espero que extraiga sus propias conclusiones- una vez más. Y, si los primeros años me había parado en la grandeza y colosal magnificencia del pueblo egipcio, en su corte faraónica colmada por el lujo y suntuosidad de sus palacios; en la organización jerárquica, cuasi divina de su sociedad perfecta. En los siguientes visionados profundicé en el reverso de la moneda: si esa sociedad tan opulenta era posible fue debido al esfuerzo encomiable de otra parte de ella, donde abundaban la opresión, la injusticia, la esclavitud y la tiranía. Un pueblo privado de libertad que trabaja a las órdenes de los faraones y sus jerarcas, padeciendo una miseria que contrastaba con el lujo de aquellos. Por si eso fuera poco, sus dioses eran diferentes. Y ahí parecía radicar todo aquello que no entendíamos de jóvenes, lo que constituye la esencia de la trama: ¿cómo es posible que haya un dios para los ricos y otro para los pobres; que el de estos sea más poderoso que el de aquellos? Un dios vengador, justiciero y rencoroso, incapaz de conocer la piedad, de tener un pueblo elegido, el Pueblo Judío. Pues sí, así ha sido, así es. Así seguimos.

Lo demás es historia, aunque con minúsculas, si es que la Biblia, la Torá y el Corán pueden considerarse incontrovertibles. De ellos parten tres religiones, tres cultos, tres formas de entender la verdad “revelada” en ellos, que ha llenado de sangre y sufrimiento durante siglos -lo sigue haciendo- todo el planeta: la mitad de la humanidad ha sido formada o practica y cree en esos preceptos. Como contravenirlos pues, desde mi entendimiento y mi sofá.

En esta ocasión decido poner mi atención en otros aspectos de la misma historia más divertidos, igual de importantes y menos polémicos, a saber, el acusado erotismo que derrochan sus escenas: la corte femenina del faraón jugando cual ninfas virginales junto a las aguas del Nilo en las que se refrescan cuando aparece la cesta de juncos conteniendo a Moisés. La agitada algarabía que las muestra infantiles, bobas y en celo hasta que interviene su mentora y las envía a otros menesteres. Su atolondramiento, candidez y sensualidad desbordadas, no son menores que los de las hijas de Ismael cuando le son ofrecidas seis de ellas -así, al por mayor- a un robusto y lúbrico Moisés -Charlton Heston- que descansa junto a otros pastores ya ancianos, venidos de lejos a la tienda del padre. Le dan sensatos consejos mientras las muchachas danzan ante ellos vestidas con tules y gasas:

“las esposas y los chales no los escojas a pares”, dice uno con sonrisa pícara.

“la mujer bien elegida, que es para toda la vida”, asegura otro.

Pero el espectador -aunque medio dormido- percibe hace ya rato que Moisés sólo tiene ojos para Spehora, primogénita de Ismael, de vivo carácter, inmensos ojos azules y abundante cabello negro a quién ama casi tanto como a su dios. Pobre Moisés, siempre debatiéndose entre el amor a su señor, la hermosa Sephora o la pérfida Nefertari de “labios jugosos y rojos como una granada” a quién dejó ir en brazos de Ramsés para guiar a su pueblo fuera de Egipto. Ni siquiera obtuvo la recompensa de poder ver la Tierra Prometida al otro lado del río Jordán pués dudó, en algún momento de aquella larga travesía del desierto perdió la fé y su dios le sustrajo el premio que concedió al resto. “Ay, Moisés, Moisés…” le repetirán con indulgencia -y mucha razón- Nefertari y Ramsés ante los continuos retos y privaciones a que se ve sometido quién fuera el elegido del faraón padre, Sethi I. Este tampoco se anduvo con rodeos a la hora de aconsejar a su hijo Ramsés: “No fíes en tus hermanos, ni tengas amigos, ni confíes en una mujer”, le espeta, una vez sabe que no podrá contar con Moisés para el gobierno futuro de su reino.

El pobre ni siquiera encontrará recompensa una vez baje del monte Sinaí con las Tablas de la Ley en los brazos. Porta la palabra de dios recién grabada en ellas mientras su pueblo, el Pueblo Elegido por Dios, se entrega al desenfreno y la lujuria, a los placeres, el baile y el vino mientras adora un becerro revestido con el oro fundido traído de Egipto. Una mujer, subida a la peana que lo sustenta, saca brillo a su morro con sus propios cabellos. Que imágen impagable, aún me tiene vibrando.

Más tarde se abrirán los mares y el pueblo judío acabará llegando a Israel donde hoy, en Jerusalén, el Santo Sepulcro que se disputan desde hace milenios las tres religiones -un acuerdo (!) brinda el lugar a Israel, la llave a los musulmanes y confina en su interior, ¡cada día!, a representantes de las seis variantes de la confesión cristiana- permanece cerrado a turistas y fieles por causa del coronavirus.

El Papa celebra misa en San Pedro a plaza vacía y televisada al mundo entero.

En Notre Dame hay concelebración. Los músicos tocan sus instrumentos vestidos con monos desechables y botas de goma. Las manos descubiertas. El padre oficia con mascarilla.

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