La vida en suspenso, jornada 18

Martes 31 de marzo

“Y pensar que...
Todos estos objetos tuyos inanimados,
Te van a sobrevivir…
Serán reliquias de tí;
reliquias mudas, sin sentido.
Dirán de tí que has vivido...
Y que ya no estás aquí”

Hay en casa un jarrón, un jarrón hecho a conciencia, es decir, encargado en un alfar y moldeado a propósito. Ese objeto no existía, no era. Hace años que es. En su diseño participamos Marina, yo mismo, y la propia alfarera, claro; ella nos ofreció tres o cuatro bocetos desde la idea que le propusimos. Le propuse, Marina sólo asentía, la pobre: algo parecido a un búcaro con una base firme y sinuosa en forma de corazón. Tardó meses en llevarlo a cabo, no daba con la figura convenida y, cuando lo lograba, al meterla en el horno se fragmentaba: no toleraba el baño de pigmento con que debía cubrirse y se cuarteaba. Entonces comenzaba de nuevo tras recuperar el material empleado, para nosotros era muy valioso: contenía parte de las cenizas de mi mujer, de la madre de nuestra hija, las cuales mezcladas con barro -dedicó algún tiempo de su vida a esa actividad- habrían de formar el objeto del que os hablo. En mi delirio, el mismo al que “arrastré” a la niña -entonces lo era- apenas tres meses después de su muerte, sentí la urgencia inaplazable de materializarla, de hacer de ella algo tangible, algo que tener entre las manos, una cosa en fín, donde poner al menos una flor de vez en cuando: no podía ser que aquel ser, con el que había compartido más de la mitad de la vida se fuese así, sin más, dejando entre nosotros un vacío mayor que el mar donde arrojamos el resto de sus restos. Lo hicimos en la playa, una mañana fría y desapacible de febrero bajo un temporal de sur que nos dio una tregua mientras descendíamos a la arena entre pinares y dunas. Un delfín muerto y arrastrado por la marea junto a un riachuelo bajo los pinos, quiso convertirse en presagio: los niños lo observaban con mezcla de asco y curiosidad. Subidos a unas rocas que forman un pequeño saliente mirando al cabo y las islas, arrojamos al agua las cenizas en presencia de los amigos que nos acompañaban tristes desde el arenal. En un viejo reproductor sonó La vida a veces: Jaime Gil de Biedma en las voces de María Dolores Pradera y José Carreras, canción de la que disfrutamos juntos la mañana de algún domingo, y al que Rafael Berrio dedicó también algún verso. Después, todos a una: su madre, su hermana -su padre había muerto un año antes- los amigos de Marina y los nuestros, hicimos una gran fiesta en su memoria hasta bien entrada la noche.

Quiso la casualidad que ese mismo día pero en distinto lugar de la misma playa, la alfarera que realizó el jarrón despidiese a una amiga de igual modo. Esto lo supe meses más tarde, cuando acudí a recogerlo entre sentidas disculpas por la tardanza y compartió esta confidencia que no había sido capaz en la primera cita. En la base del jarrón figuran los cuatro últimos versos de Inanimados el poema-canción escrito por Rafael Berrio y publicado en su disco Paradoja (mayo de 2015) que reproduzco arriba. También eso falló, el proceso de horneado de la pieza corrió la tinta y los hizo ilegibles.

En alguna ocasión hemos vuelto juntos a ese lugar, donde Marina fue gestada, donde ambas vivieron en profunda comunión los momentos más dulces de sus vidas; por dar un paseo, arrojar unas flores, pasear al perro, o todo a la vez. Ante mi insistencia -sólo pretendía trasladar que somos recuerdo- ella se ha sentido violentada, recordándome que “su madre no está allí”. Lo sé. Ella está aquí, en el rostro que me observa risueño y burlón con idéntica mirada desde otra pantalla mientras escribo; en presencia viva, latente, sintiente, feliz, a pesar de todo. Al otro lado del tabique que nos separa en este momento, durante este extraño confinamiento

Nada salió bien con respecto a la pieza, a fin de cuentas, mientras vivió, tampoco simpatizó demasiado con la música de Berrio, traía a su memoria recuerdos dolorosos en que permanecimos separados. Hoy a muerto él. De la misma “larga enfermedad” que lo hiciera ella. Me parece pertinente cerrar el ciclo, y cuando podamos al fin salir a la primavera, poner en el jarrón un lirio salvaje de los que se dan en las dunas y esperar que el agua, el sol y la sal junten las cenizas que faltan con la arena.

DEP Rafael Berrio.

Comentarios