La vida en suspenso, jornada 25

Martes 7 de abril de 2020

Tal vez no debería contar en este diario una actitud que me convierte en insolidario a ojos de los miles de lectores que sin duda tendrá: en ocasiones me excedo unos cientos de metros en el paseo de Cody, exactamente 500, los he contado. Esa actitud incívica que practico hacia el ocaso, cuando el sol se ha puesto ya y las estrellas comienzan a asomar con puntualidad en el firmamento, me recarga de energía y serenidad al tiempo, como una tonificante ducha de agua fría seguida de una infusión doble de tila. Me apoyo en la baranda de madera sobre el roquedo entre las playas, y escucho las olas romper mansas contra él entre chapoteos apagados. Estos primeros días de la primavera las pequeñas calas se llenan con mantas de algas -lechuga de mar- secándose al sol durante el día, con la bajamar, para morir después. La marea siguiente las hidrata de nuevo y suma a la anterior una nueva capa formando una pequeña duna de algas, la línea de costa cubre con diferentes tonos de verdor la arena mojada hasta llegar al agua. Toda esa muerte que con obstinada regularidad primaveral “ensucia” las playas, llenándolas de detritus productores de insidiosas moscas -sólo para los bañistas de sol, ahora inexistentes- genera un circuito de vida que colma la costa de aves, oportunistas aladas que picotean entre las algas dándose un atracón proteico regalo del mar. Es una delicia observar, a la luz escasa de las farolas, a los correlimos en sus afanes por atrapar pulgas de mar o pequeños bivalvos que las olas les traen, corren veloces justo hasta la rompiente y, cuando se ven sorprendidos por esta, alzan un vuelo instantáneo que los coloca en la otra punta de la playa en un parpadeo, para seguir de inmediato con su actividad incesante, ola adelante y atrás picoteando concentrados sobre un espejo de arena y espuma. Es hipnótico observar su trajín, me pregunto si alguna vez se sacian.

A menudo se avista, también durante el invierno, alguna garza solitaria que aporta una singularidad inusitada a la costa; al observarla a contraluz sobre el rompeolas o en lo alto de alguna roca, recortada contra el azul cobalto del horizonte o levantando sobresaltada el vuelo entre graznidos estridentes, no es difícil trasladarse con la imaginación a costas exóticas, más cálidas, lejanas; aquellas que los documentales nos muestran al comienzo de la siesta: a menudo resbalando hacia un sueño profundo, húmedo, tórrido, chapoteando limos entre papiros y juncos, para despertar confusos una hora más tarde, sumidos en la algarabía de una ciudad oriental.

Con cada acometida del mar arriba a las fosas nasales un fuerte olor a sargazo diluído en yodos, penetra en el pecho oxigenándolo, saturándo el cerebro de evocaciones a otras primaveras y siempre a la misma, un aroma que se olvida entre un año y el siguiente pero vuelve milagrosamente estas fechas y constituye un regalo delicado estos días.

Es menos común advertir al vuelvepiedras una vez se ha hecho de noche, su plumaje pardo, oscuro, y su actividad a menudo solitaria lo hacen difícil de ver, pero su tesón volteando algas donde se incrustan pequeños cantos para atrapar insectos con su afilado pico, además del plumaje blanco del pecho y las patitas anaranjadas, lo delatan. ¿Cómo es posible que sus picotazos sean siempre certeros?

 Entre las rocas se avistan a veces ostreros de pico largo y anaranjado con delicadas patas del mismo color, hurgan entre estas tratando de apalancar moluscos o sondear en busca de gusanos; a pesar de su nombre las ostras no forman gran parte de su dieta aunque son de las pocas aves capaces de abrirlas. Cuando casualmente se ven durante el día, llama la atención el color de su esclerótica, el mismo de patas y pico, le da un aspecto alucinado, como si hubiese tomado alguna droga psicotrópica que alterase sus condiciones mentales, caso de tenerlas (!).

Gaviotas patiamarillas, reidoras o cormoranes moñudos parecen haberse retirado hace ya rato; oportunistas e inmersores no parecen disfrutar en la noche con la agitación del resto, tal vez han saciado con el día su apetito voraz o, mucho más probable, se hayan ido a dormir con hambre.

De vuelta hacia casa, con la culpa instalada y el ánimo reconfortado, me cruzo con un muchacho de aspecto magrebí que solicita ayuda para un bocadillo, me sorprende saliendo de entre las tablas del paseo en la oscuridad, de no ser porque viste un chaleco reflectante de color naranja no hubiera podido distinguirlo hasta estar a mi lado; en un rasgo de maldad por mi parte me ha recordado al ostrero, "de pico largo y anaranjado"; en buen castellano con acento francés me indica que está durmiendo “allí” -allí son unas ruinas sobre lo alto de una loma- le gustaría acercarse a la gasolinera y comprar un bocadillo. Respondo que no llevo dinero, -es verdad, ¿para qué?-, aunque mi primera reacción fue asegurarlo aún antes de comprobarlo siquiera. Me alejo confuso mientras me da las gracias por nada.

Al menos las aves tienen asegurado el sustento entre marea y marea.

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