La vida en suspenso, jornada 34

Jueves 16 de abril

Desde la ventana observo los patios lavados por la borrasca. Es ya la tercera que nos barre a lo largo de la semana que transcurre. Los tejados limpios, brillantes. Los canalones desbordan el agua que brota constante e inunda los cerrados traseros expulsando a los gatos que acostumbran a dormitar en ellos. Entre un chaparrón y otro, una vecina provista de una paletita y un cubo recoge sus excrementos de entre los guijarros con diligencia. Viste un largo blusón naranja y unas zapatillas de goma a juego con el color de su pelo, naranja también. El pantalón parece de pana blanca. Los gatos no son suyos -son callejeros- pero ella es de los gatos: los alimenta, recoge sus cacas y les cede su espacio. A veces, su tiempo. Los días que hace sol lo comparten -el tiempo y el espacio- y se tumban juntos a holgazanear: ella sobre una hamaca de loneta a franjas azules y blancas, ellos sobre los muros y piedras calientes del patio.

La vecina que fuma en la ventana, sale a fumar en la ventana. Allá, desde lo alto, me mira como yo la miro. Lo raro sería no mirarse. Otra cosa es verse. Así, sin las gafas, la miopía me dice que es ella, y que fuma; quizá aprecie que yo soy el hombre que toma café en taza roja y viste chaqueta gris mientras mira a las vecinas que fuman. No sería correcto, apenas asomé buscando una historia que contar cuando apareció a darle tres caladas breves a un cigarrillo. Una vez se ha ido he vuelto a la mesa a dejar enfriar la infusión para seguir buscando las palabras que no encontré en la ventana. No ha habido suerte. Se acerca la hora del aperitivo y estoy tentado de volver, esta vez con las gafas. Tal vez si la veo este de vuelta con mis palabras y, esta vez sí, se fume un cigarrillo en condiciones.

El viejo de la terraza y la parra se mantienen a cubierto en el interior de la casa; desde la sala contempla impotente cómo el granizo que cae en gruesas bolas golpea con fuerza las hojas dejándolas esparcidas sobre las baldosas rojas del suelo; en un instante se ha cubierto de blanco. Los muros de la vivienda -amarillo desvaído pidiendo una mano urgente de pintura- soportan con estoicismo el aguacero que todo lo empapa y arrancan de su superficie parte su vetusta dignidad. Cuando la nube pasa el anciano sale fuera vestido con su gruesa bata de lana a listas grises, las gafas de pasta bajo la boina calada; armado con un escobón barre hacia una esquina las hojas esparcidas y se pierde después en el interior de la vivienda. Sale un rato después con un recogedor y un gran saco gris donde mete con paciencia las hojas caídas. Al poco lo veré de nuevo en la ventana de la sala: la luz de la lámpara lo contornea con precisión a su espalda, justo en el momento en que una ráfaga de viento anticipando densas nubes grises agita la parra con furia de vendaval.

En la mesilla de noche, abierto por la página treinta y uno, está el libro con la obra de Edward Hopper que muestra La casa sobre la vía del tren. Una mirada desapasionada de la naturaleza y el paisaje norteamericanos, cargada de sentimiento irónico y melancolía; una paleta llena de color donde se muestran la soledad del ser humano y su fragilidad frente a los vastos espacios abiertos.

Se dicen tantas cosas.

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