La vida en suspenso, jornada 40

Jueves 22 de abril

París, Madrid, ¿cómo relacionarlos a través de dos de los cuadros más famosos que albergan sus museos?: El Louvre, el Prado. Ingres, El baño turco, El Bosco, El jardín de las delicias. El primero es sensualidad, gozo, contemplación, molicie, abandono absoluto al placer de los sentidos: las favoritas del sultán y su corte de odaliscas. En el Jardín, en cambio, vemos en su hoja izquierda la presentación de Eva a Adán en el Paraíso por parte de Dios-Cristo, ellos se muestran dulces, agradecidos, maravillados ante la contemplación de tanta belleza para su único disfrute: a condición de que crezcan y se multipliquen. El resto es historia (bíblica): comieron aquella fruta —Eva fue tentada por la serpiente a comer la manzana en el árbol de la Ciencia o del Bien y el Mal, arriba a la derecha, tentando más tarde a Adán—, tras ellos está el drago o Árbol de la vida, y en el río, junto a la fuente, un unicornio moja en el agua su cuerno simbolizando el acto sexual. Si pasamos a la parte central del tríptico allí llevaron a cabo el mandato divino, aunque no exactamente como era deseo de Dios padre —o tal vez sí, nunca se nos ha dado su versión— y gozaron de todos los placeres: representados en forma de frutos rojos, suculentas fresas, apetecibles madroños de delicado perfume, arándanos, moras, grosellas; entregándose a la cópula en grupo o en pareja, a la sodomía o el cunnilingus; el adulterio...Solo falta la zoofilia, aunque, si nos paramos a observar la cantidad de animales que mediante su pico ofrecen frutos a los “pecadores” mortales, podríamos deducir que esta está representada también en la tela. Se nos indica que los personajes tienen ya entonces cara de contrición, de estar gozando pero con la culpa reflejada en sus rostros: se han dejado llevar por los instintos, por las pasiones más abyectas y, aunque pecan y saben que ofenden a Dios, no pueden dejar de hacerlo: tan hermoso es el jardín y sus moradores con todas las dulces frutas a su alcance. ¿Cuál era entonces la idea de Dios cuando se las ofrecía?, ¿qué se esperaba de hombres y mujeres una vez se vieran rodeados de belleza y semejantes ?, ¿debían permanecer ajenos a la dicha, a la concupiscencia?, ¿quería ponerlos a prueba?, ¿cómo crece y se multiplica la grey según el mandato divino?, ¿por qué se los culpa de aquello que se les ha encargado hacer? En el centro de la hoja principal se ve a hombres montando cabalgaduras fantásticas que representan los siete pecados capitales, mientras rodean en sentido contrario a las agujas del reloj(!) un estanque lleno de féminas seductoras. No es difícil imaginar cómo acabará la escena. Sobre ellos, la fuente del paraíso resquebrajada, simboliza lo efímero de los placeres mundanos. Los únicos personajes vestidos en el cuadro —tampoco demasiado— son de nuevo Eva y Adán, a punto de ser expulsados del Paraíso en la esquina inferior derecha; cualquiera sabe lo que querría expresar El Bosco al pintar a un hombre negro con cara de preguntarse “!pero qué ha pasado aquí¡”; Eva, brazos en jarras, parece no entender nada, y Adán, como que le explica.

Que contraste con El baño turco, donde la acción no es tal sino languidez. Como el jardín de las delicias, también fue pintado por encargo, aunque no tuvo demasiado éxito ni siquiera en la persona que lo encargó, tampoco por su ofrecimiento al Louvre para formar parte de su colección —fue rechazado en dos ocasiones—, y no queda del todo claro si es que el placer, la relajación, el abandono o el lesbianismo, incomodaban a la pacata sociedad de mediados del siglo XIX o solo a la mujer de Napoleón III, quién había encargado la pintura a Ingres, lo cierto es que esta, la española Eugenia de Montijo, lo encontró «poco conveniente» y la pintura le fue devuelta a su autor.

Al igual que en una pintura se muestra la sexualidad culpable y en la otra la sensualidad gozosa, los cuadros quedan unidos también por la música. En el francés se representan los sentidos voluptuosos: la tañedora de laúd, de espaldas, parece tocar para la mujer que acaricia el pecho de la joven entre sus brazos: el gorro o corona sobre su cabeza la convertiría en favorita del sultán. Una mujer danza al fondo al ritmo de la música, y otra se despereza felina en primer plano junto a la que toca el instrumento. Se trata de Madeleine, la esposa del pintor, representada con una espalda desproporcionada al estilo manierista, sacrificando la verosimilitud a la belleza.

En el Jardín la música es sufrimiento. El mismo laúd es aquí tormento, además de la zanfoña, el arpa, la flauta, el tamboril o la gaita en el centro de la tercera hoja. No quiero imaginar la brutal cacofonía que se escucharía en ese infierno donde a los suplicios más horribles se sumaría el desconcierto producido por el ruido. Tormentos espantosos: criaturas antropomorfas con cabeza de ave que engullen hombres y los defecan sobre pozos oscuros, hombres que vomitan o expulsan monedas por el ano sobre el mismo pozo donde unas cabezas parecen implorar, mujeres escarnecidas por seres monstruosos, hombres empalados, grandes ríos de sangre y fuego en las tinieblas de la noche, hordas de gentes que se internan en esas aguas pestilentes o son quemados, torturados de las formas más crueles.

Qué contraste extremo entre ambas pinturas. Imagino el trabajo, la realización de una y otra: la fácil disposición que animaría el Baño, a pesar de las dificultades técnicas que entrañase para un Ingres ya anciano, frente a la intensa concentración y tensión permanente del Jardín, esa búsqueda por concretar en las tres hojas del tríptico—cuatro en realidad, con el tercer día de la Creación del mundo, una vez cerrado— todas los defectos y virtudes de la humanidad, lo que pudo haber sido en aquel Paraíso Original y lo que finalmente fue. ¿Qué pasaría por la cabeza de El Bosco mientras representaba con minuciosidad de orfebre todas esas pasiones y tormentos?, ¿cuántos quedarían aún en su imaginación turbulenta? Del piadoso Felipe II y su estancia en el Escorial pasó después al Prado, donde tuve ocasión de contemplarlo el pasado invierno y aún me estremece recordarlo. A pesar de su intenso colorido, el tríptico es desolador

El baño turco lo disfruté también en el Prado —enero de 2016, magnífica exposición sobre la obra de Ingres—, y lo contemplo cada noche en una reproducción junto a mi cama, antes de apagar la luz: como voyeur que se asomase por el ojo de la cerradura a través de esa composición circular en tondo, como quiso el pintor. Es turbador.

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