Tramo 2, Camino del Cid, tierras de frontera: Santa Gertrudis de Hafta.

o Magna, como también se la conoce, es el nombre asignado a la habitación donde me alojo en el monasterio de Santa María de Huerta. Casualmente, las fechas 16 y 17 de noviembre, cuando me hospedo allí, coinciden con las de su nacimiento y muerte. Lo comentaré al día siguiente en la mesa del desayuno con los compañeros de hospedería y, lo que a mí me parece singular, a ninguno parece importarle demasiado, en cambio, yo lo encuentro francamente reseñable, ¿estaré recibiendo La Llamada? No en vano algunas revelaciones ocurren así, por casualidad. La misma Gertrudis cambió en su momento la orientación de sus escritos literarios -mundanos- por otros de carácter místico -más edificantes-. Así lo corroboran Internet -fuente de todos mis conocimientos en materia de santos- y Manuel Antonio, el hermano hospedero, biólogo, de origen sevillano y amabilidad extrema. Me parece percibir cuando se lo menciono que pasa de puntillas por el tema -entre cistercienses y benedictinos media una disputa sobre la orden a que perteneció la santa-. Me quedo con la mosca tras la oreja cuando Manuel Antonio sorprende a todos sacando una baraja de su hábito y nos ofrece bendecir la mesa antes de desayunar, en la baraja figuran oraciones diversas; solicita un voluntario, brinda una carta -la toma de la parte anterior del mazo colocándola después en la posterior, "para que no se repitan las bendiciones", asegura- y anima a leerla en alto. Sólo nos sentaremos tras el amén, entre una cordialidad exquisita.

No estoy seguro de que la estancia en un monasterio sea una buena cura contra el estrés, al menos si uno pretende acudir a todos los oficios: siete a lo largo de la jornada, comenzando a las cinco de la madrugada con Vigilias y finalizando poco antes de las nueve de la noche con el rezo de Completas. La campana no deja de sonar a lo largo del día llamando a monjes y hospedados a la oración. Es por eso que las comidas se dan con el tiempo justo para poner la mesa -tras bendecirla-, comer y recoger, dejándolo todo listo para la siguiente colación. Apenas resta tiempo para la sobremesa y es una pena, pues las conversaciones que iniciamos los hospedados durante las comidas se ven abruptamente interrumpidas por la siguiente cita con la oración. Todos los comensales salen apurados hacia los oficios aun antes de que suene la campana. Han venido a eso.

En la mesa formamos un grupo diverso: a mi izquierda, dos jóvenes hermanos valencianos que se parecen como dos gotas de agua -uno de ellos es padre de dos niños pequeños y afirma que, de pronto, le sobra el tiempo al verse sin ellos-, el otro confirma lo que el uno dice, se complementan. Frente a mí, un muchacho rubicundo y hablador al que su esposa ha regalado la estancia en el monasterio. Debe de ser empresario por el conocimiento tan solvente que ofrece sobre temas relacionados con los negocios -exportación, importación, deslocalización, etc.-. A mi derecha, dos amigos de toda la vida, bien entrados ya en la sesentena y militares de profesión. Se conocieron estudiando en la escuela naval de Marín y mantienen la amistad desde entonces. Uno es oficial de fragata, el otro ha trabajado durante los últimos cuatro años en un programa de construcción de submarinos (!) junto a la armada francesa. Presidiendo un lateral se sienta un hombre grueso de mediana edad, incorporado un día más tarde, ha estado en otros conventos en jornadas similares y nos comenta sus experiencias. Lo que todos tienen en común, excepto yo -se percibe, lo manifiesto además- es el sentimiento religioso, fraternal, de vida en comunidad; se les nota encantados de estar allí, de vivir por unos días, el recogimiento del monasterio, el trajín de las llamadas a la oración, el hecho simple -imagino- de que no haya espacio en la vida de uno más que para nutrirse y descansar -tal vez rezar-, a fin de acudir a la cita siguiente. Parecen sentir con pesar el hecho de no pertenecer a la comunidad, de que su circunstancia vital les condujese por otro derrotero, cuando lo que de verdad hubiesen deseado, sería abrazar la vida monacal y dejarse mecer por el lento discurrir de los días, supeditados a una idea mayor, más precisa, tan fuerte, que tirase de ellos sin plantearse cosa alguna fuera de ella. Tan atractiva como para renunciar a cualquier otra forma de vida, pero, ay, la existencia les ha llevado por otros caminos y deben conformarse con este sucedáneo de espiritualidad, acumular ocasionales experiencias en lugares diferentes; tratando de adivinar la jerarquía monacal tras los oficios, ¿quién será el abad, quién el prior, quién será el más viejo, y ese latino que toca el órgano?... viviendo intensas jornadas de recogimiento místico, maravillándose con la entrega a la oración, al espíritu, a la frugalidad, al silencio; aunque sólo sea durante un corto fin de semana. Les comento que mi madre fue monja de clausura durante cinco años antes de morir y eso les descoloca. De pronto mi persona cobra un interés inusitado, percibo que sienten un pellizco de envidia, quieren saber y les cuento sin ambages, me escuchan con atención y, cuando queremos entrar en profundidades, llaman a la oración. Así no se puede.

Los platos son sencillos pero abundantes: borraja guisada con alitas de pollo, patatas fritas con salchichas, merluza a la romana, garbanzos, y en los desayunos, pan tostado y café con leche acompañados de mermeladas elaboradas por los monjes, realmente deliciosas. Nada que objetar.

Mientras los compañeros acuden a las diferentes liturgias, recorro el monasterio a mi antojo, todo está abierto, todo accesible, salvo, lógicamente, las dependencias de los monjes. Aunque grande y espacioso, no se caracteriza por el lujo o el ornamento, los claustros -tiene dos- lucen un sencillo jardín de arrayán con una palmera central en un caso, y una estatua de los primeros abades del monasterio en el otro; llevan en una mano el báculo y en la otra la espada. Debemos recordar que el monasterio se halla en tierras de frontera y aquí la vida ha sido siempre peligrosa, nunca han corrido buenos tiempos en Huerta. Impresiona el refectorio, una enorme sala en piedra con un rosetón en un extremo y vidrieras en el otro para amparar un poco el frío invierno castellano. En una de las paredes laterales se escamotea una bellísima escalera en piedra de sillería, una columnata conduce al púlpito de lecturas: allí, uno de los monjes leería mientras los demás comían. Por capacidad, la sala bien podría acoger a cien monjes cómodamente sentados y el mobiliario correspondiente. A través de una ventana labrada en la piedra, el comedor comunica con la cocina. Esta es grande y espaciosa, con un gran tiro de chimenea en el centro y algunos trébedes y marmitas por allí dispersos. Otra de las paredes, en el extremo opuesto, comunica la cocina con la sala de Conversos.

Preguntado el padre Manuel Antonio sobre el sentido de la figura de "el converso" responderá: "el monasterio albergó en el pasado a otra serie de monjes así llamados y habitantes en este, sus funciones eran laborales, se ocupaban de campos, animales, frutales y huertos para el correcto funcionamiento de la orden. Vivían en el convento, pero se ocupaban del labora, el ora lo llevaban a cabo los monjes del Císter, después de reajustar la Santa Regla de San Benito de Nursia para caer en la cuenta de que no podían hacerlo ellos todo, siguiendo la Estricta Observancia por la que abogaba Roberto de Molesmes al romper con los Benedictinos".

Camino de la iglesia, en alguna de las paredes del claustro, sepulcros y epitafios de benefactores e ingresados en la orden en el pasado. No tienen reparo en reconocer que fueron extremadamente violentos y crueles -por su mano o al mando de un señor feudal- así alcanzaron fama, dinero y gloria en vida, ingresando después en el convento, donde expiaban sus culpas y trataban de alcanzar también la gloria a su muerte. La iglesia no es deslumbrante por lo bella, pero sí por las buenas hechuras. Uno siempre piensa en el enorme trabajo que habrá supuesto levantar estos muros, la cantidad de horas remuneradas o no, empleadas a mayor gloria de dios. ¿Qué será la fe?

Al día siguiente me despediré de mis compañeros de hospedería. No una, sino varias veces, noto el cálido apretón de manos del oficial de navío que confía en ganarme para la causa de la fe mientras pienso, "si mi pobre madre no lo consiguió...".

El hermano Manuel Antonio acude apresurado a despedirnos -entran nuevos huéspedes, el Císter en contra de lo que pudiera pensarse, no es relax- y a punto estoy de soltar un Salam Aleykum, pero en el último instante una intervención divina (?) detiene mi lengua y me impide hacer el ridículo. Debo revisar esta coletilla.

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