La vida en suspenso, jornada 8

Sábado 21 de marzo

Parece ser que ayer comenzó la primavera, siempre la había asociado al día veintiuno, será el cambio climático que todo lo adelanta. Me temo que es una de las peores cosas que voy a llevar en este confinamiento, el secuestro de parte de esta estación increíble; en las pocas ocasiones en que la realidad permite asomarse a las calles -acudir a la compra del pan o pasear al perro- es inevitable observar la magia en los árboles: de repente florecidos o cubiertos ya de hojas, cuando apenas hace un día estaban aún los capullos cerrados; extraños aromas comienzan a poblar el aire conectándonos de nuevo con la primavera anterior casi olvidada después de un año, ¡resulta siempre tan breve! Claro que quién padezca de alergia al polen lo verá de modo bien diferente. ¿Cómo será vivir en un lugar donde las estaciones apenas se diferencien? Pienso en Canarias, los Trópicos, el Ecuador, o aquellos lugares extremos del planeta donde el año se resuelve en dos estaciones bien marcadas: largas horas de luz o ausencia total de ella, deshielo o férreos descensos climáticos con su recogimiento obligado, calor extremo y seco, o húmedo e insoportable. Hay ciudades al norte de Estados Unidos, o en Canadá, concebidas para ser consumidas -qué espanto- desde el subsuelo, las temperaturas durante el invierno no permiten que sea de otro modo. Por eso considero que los que habitamos nuestra latitud somos afortunados: a un invierno duro, acostumbra a seguir una primavera dulce, radiante, y a esta un verano tórrido. El otoño aporta la serenidad y melancolía que nos permitirá afrontar el invierno; y la vida, desde la forma de relacionarnos, vestirnos y alimentarnos, vinculada a cuatro períodos donde todo cambia para repetirse de nuevo al año próximo. En mi opinión, este es sin duda el mejor de esos cuatro períodos, por eso me fastidia estar encerrado. Marina se ríe de mí, asegura que me hago mayor, antes sería inconcebible pasar una jornada completa en casa. Tal vez sea como dice, aunque después de todo no es tan malo, ¿no? Peor sería lo contrario.

La biblioteca permanece ahí, mirándome desde su empecinado desorden, menor cada vez claro, pero en la terca certeza de que las baldas serán siempre insuficientes. Para colocar un nuevo libro, habría de salir otro -repito mentalmente con absoluta falta de originalidad- como miles, millones de personas han pensado antes que yo. En fin, terminar y comenzar a leer de una vez por todas, esa debería ser la siguiente tarea, aunque esta sea, una vez más, fiel reflejo de nuestro carácter: siempre dispersos en actividades vanas, buscando excusas para no centrar la atención en aquello que de veras deseamos.

Aparece Las inquietudes de Santi Andía, Pío Baroja. Uno de esos que me hizo intensamente feliz. Lectura obligada durante el bachillerato, me recuerdo leyéndolo de adolescente en la ventana de la cocina, antes de acudir a clase, subyugado por las historias de aquel marinero vasco que recorría los mares y me llevaba a navegar con él sobre olas, temporales y lugares exóticos. En esencia, poco o nada ha cambiado de aquel niño que leía temprano, asomado a la ventana de un barrio obrero otra primavera lejana. ¡Cómo voy a deshacerme de él! Lo junto con otro Baroja, este de tapa dura y gran mancha marrón en la contraportada, de intenso color amarillo. En una ocasión sorprendí a mi hermano y su pandilla de facinerosos en la cocina de la casa familiar. Molían hachís con el molinillo eléctrico del café. La ciudad en la niebla -ese era el título- hacía de tapa del molinillo y esa resina marronácea quedó para siempre impregnada en el libro, el olor que desprendía la molienda -"costo" y café-, en mi memoria olfativa. Imagino que lo adulteraban para traficar después con él: un pequeño negocio que pagaría vicios mayores. ¿Qué hacer entonces con el volumen?.

Por la noche continuamos con la serie Fariña, las peripecias de Sito Miñanco y el resto de contrabandistas gallegos. No queda otra que verla con mirada agridulce mientras revivo los hechos que se narran, vienen a la memoria los trapicheos de mi hermano Jota por las calles de Avilés, sus "bajadas al moro”, la reclusión en las cárceles -Carabanchel incluida, por las fechas, bien pudo coincidir con Prado Bugallo- su adición a la heroína, los juicios, los abogados, la tormenta familiar...No, nada fue tan épico en nuestro caso. Aunque, debo reconocerlo, la serie está impecablemente realizada, magnificamente interpretada y es, muy divertida.

Mi atuendo laboral doméstico -pantalón corto, camiseta vieja y zapatillas- deja al descubierto mis miserias. Mi hija asegura observándome que parezco un bolo invertido: piernitas delgadas, barriga prominente y, sobre ellas, una gran mata de pelo rizado. La bola será la perla que me lanza más tarde: “menos mal que el encierro me coge en casa, sino no sé cómo iba a cagar”. Como muchas otras mujeres, tiene dificultades para ir al baño sino es en casa.

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