La vida en suspenso, jornada 12

Miércoles 25 de marzo

Silencio. Lo percibo en mi barrio, lo confirmo en otros, vía telefónica, claro está. Me llama poderosamente la atención el hecho de que siendo la nuestra una sociedad tan ruidosa, tan amiga de alzar la voz, de hacer a los demás copartícipes de la vida y milagros de los otros-en los transportes públicos, los bares y cafeterías, en la calle, en las salas de espera de cualquier centro público o privado- en esta circunstancia, encerrados en nuestras casas, no se oiga apenas nada desde ellas; uno se asoma a las ventanas y escucha sin problema el canto de los pájaros o el rumor de algún coche distante y escaso, pero no a los vecinos con su algarabía habitual, con sus músicas escapando desde los balcones. Es muy extraño. A las 20.00 horas salimos puntuales a nuestras ventanas y nos aplaudimos unos a otros con sorpresa -lo sé, el alago está dedicado a los sanitarios pero observo que todos hacemos lo mismo: dar palmas y mirar quienes de entre nuestros vecinos están presentes en cada una- como salidos de un sueño del que recién acabáramos de despertar para recogernos a los dos o tres minutos y encerrarnos de nuevo en nuestras vidas hasta el día siguiente; hasta la hora de comprar el pan, salir con el perro -el que tenga la fortuna de tenerlo; ayer multaron a un muchacho gallego por tratar de alquilar el suyo desde las redes sociales (5€ era la tarifa)- o acudir de nuevo al balcón veinticuatro horas después. La jornada de ayer me sorprendió en las calles paseando a Cody. Qué extraña sensación caminar mientras los vecinos aplauden, pasar de unas calles menos concurridas a otras más populosas para caer en la cuenta de que somos muchos los que habitamos las ciudades, pero podríamos permanecer perfectamente ajenos unos a otros -el diablo no lo quiera- de no “obligarnos” a manifestaciones de socialización como las que realizamos a diario. En los pueblos ocurre otro tanto. La pasada navidad estuve en uno donde habitan veinte personas y, si uno no se obliga a salir de la casa todos los días -allí abren el bar a las 22.00 horas con ese propósito- puede pasar jornadas enteras sin ver, a veces sin oír, a persona alguna. El segundo día es inquietante, el tercero insoportable. De modo que esta actitud que puede parecer moñas, es necesaria. Imaginemos por un momento lo contrario: todos ocultos, cada quién en su encierro, sin contacto apenas, acaso fumando en el balcón o escudriñando la vida a través de las cortinas para saber qué ocurre fuera; peor aún, asomados a esa ventana alarmista y psicótica que es la televisión, sin otra mirada que la que nos ofrecen mascada, tamizada, embrutecida según el medio. Sin otro recurso que la contemplación en bucle de series o el visionado de informativos, de magacines comandados por reyes y reinas del estiércol catódico -Marina y yo no los consumimos, lo cierto es que ignoro si están ahí, pero lo sospecho-, cómo iban a dejar pasar la oportunidad de hozar en la basura quienes lo hacen el resto del año con menor motivo.

Llevo mal el buenismo que se ha adueñado de los informativos que sí consumimos a diario -dos al día: tres de la tarde y nueve de la noche, en la primera cadena- para saber cómo va la pandemia y en qué circunstancia nos encontramos. Agradezco que se nos informe de lo que está ocurriendo y soy de los que opina que a Fernando Simón habría que hacerle un homenaje una vez finalice este episodio: por su temple, su concreción, su estilo de afrontar la crisis desde el minuto uno: sin paños calientes, con naturalidad, profesionalidad, y ciencia. Sí, me consta que ya hay quién ha pedido su dimisión, esto es así, habitamos este país nuestro. Lo que llevo fatal es que de continuo se nos lancen ñoños mensajes de ánimo para superar el encierro, desde todas las capas sociales: intelectuales, deportistas, flamenquitos, flamencos, actores y actrices que imagino, en algún momento del día mientras están como todos, sumidos en otra actividad que nada tiene que ver con el virus, interpelados desde la televisión pública y envanecidos -soy incapaz de comprenderlo de otro modo y me dan sarpullidos cada vez que escucho a uno “de mi cuerda” (los demás me dan igual, ya los espero), invariablemente pienso: "qué necesidad había, podrías haber dicho no, gracias"- nos lanzan unas soflamas tan chorreantes de almíbar que empalagan. De estas uno puede desconectar, basta apagar la tele o cambiar de canal con la celeridad suficiente, pero del vecino “artista” que decide amenizarnos el encierro con la guitarra, la armónica, sus melodías de amor favoritas, o su versión a la gaita del Resistiré, no es posible. "Hai que roelo", como dicen del club de fútbol Pontevedra.

Claro que mi hija piensa diferente: en su opinión habitamos una calle demasiado aburrida, qué le vamos a hacer, pero si hay que elegir, yo prefiero el silencio.

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