La vida en suspenso, jornada 16

Domingo 29 de marzo

La empleada de la panadería del barrio me sorprende mientras coloco una hamaca en el balconcito de casa, son las cuatro de la tarde y se dirige a la suya (supongo) después de completar la jornada laboral; nos hemos visto bien temprano, cuando acudí a comprar el pan y el periódico de buena mañana. Ahora, en circunstancias bien distintas, volvemos a encontrarnos: uno en la prometedora languidez que precede a la siesta, la otra recién duchada -lleva el pelo mojado-, agotada tras largas horas despachando barras, empanadas y dulces variados, respondiendo a cada uno de nosotros con un “bien, llevándolo” cuando es preguntada por su día a día en el frente de la pandemia. Aún nos dará las gracias por la compra y deseará un buen día, parapetada tras su delantal enharinado y un precario guante de plástico -sólo uno- con que nos devuelve el cambio. A pelo, sin mascarilla, tal vez se sienta amparada bajo la protección de las tres pequeñas plantas carnívoras que, sobre una balda, en lo alto del escaparate, dan buena cuenta de las insidiosas mosquitas que frecuentan bizcochos, tortas y cakes: “no podemos rociar con ningún producto”, nos reveló a dos clientes curiosos en los buenos tiempos, cuando podíamos aguardar turno hasta cinco personas (incluso ocho en días de lluvia) frente al pequeño mostrador.

-Qué bien estarás ahí- me suelta mientras coloca en el maletero de su coche una bolsa con su ropa de trabajo.
-Hay que aprovechar, parece que mañana viene mal tiempo- improviso una disculpa vaga al ser sorprendido montando “el tenderete” entre los extremos del balcón. La hamaca se cierra sobre sus bordes una vez se está dentro, semejando un capullo de vivos colores. Me siento igual. Probablemente me haya ruborizado luego doble capullo.
-Un poco estrechito pero…- añade sin maldad. Y ese pellizquito de monja acaba de rematarme, así que me siento dichoso cuando se va.
-Pareces muy rojo, ¿te has puesto crema?- Marina se asoma al balcón para observar mi aspecto.

La tarde se presenta plácida, extrañamente tranquila, haciendo del domingo más domingo si cabe, aunque diferente: ya de mañana, el canto del gallo en una huerta próxima se escuchó más potente, el batir de alas de las gallinas ante su acoso incesante, más pronunciado; ahora escucho el zureo sordo y tozudo de un palomo en un tejado cercano, después el aleteo de la hembra que elude sus requiebros con paciencia infinita; una gaviota (macho o hembra, lo ignoro,) lanza de pronto un estridente graznido que llena durante largos -y desagradables- segundos el aire con su protesta. Invariablemente le sigue la del otro componente de la pareja. La cosa no mejorará cuando tengan a su preciado gavioto al comienzo del verano, entonces este sumará su aguda llamada en demanda de comida, pero sin moverse del sitio, bajo la ventana o el alero del tejado, hasta que aprenda por fin a volar y se largue para siempre a repetir su ciclo vital. Espero que bajo otro alero, otra ventana. Claro que no todo han de ser mirlos. El armónico trino que estos producen con su canto mientras buscan comida posados en una rama, es una de las bendiciones de la primavera. En mi desconocimiento absoluto sobre las aves he llegado a preguntarme dónde estarán el resto del año, a qué lugar se llevan este desparrame de notas imposibles. Lo cierto es que por las tardes no los escucho, ¿harán jornada continua?

Me he alegrado mucho este año de que el arbolito plantado hace ya algunos frente a mi ventana, alcance por fin la altura de mi balcón. A las pequeñas hojas nuevas de intenso color verde, moteadas de rojo sanguina en su haz, se suma el alegre piar de los gorriones. Imaginamos que su canto responde a nuestra necesidad de alegría cuando, tal vez, se trate sólo de un lamento, una búsqueda desesperada y constante de alimento, la necesidad imperiosa de sacar adelante a su prole en el breve espacio de tiempo que media entre dos estaciones; lo que nosotros deseamos sea contento, regocijo en la felicidad de estar vivos, no sea más que apremio, urgencia por encontrar un macho, o una hembra, con quien copular, incubar y sacar adelante un pollo que ha de piar en árboles, tejados, balcones y azoteas a la vuelta de un año.

Sirviéndose de los pinzones de las islas Galápagos, Charles Darwin demostró hace ciento ochenta años que no somos más que otro ser vivo que se adapta y evoluciona, nuestro ciclo vital es mayor que el de aquellas aves, pero significativamente menor que el de algunas tortugas y mucho más corto que el de un castaño o un roble. En condiciones normales, claro está. Si es que cabe la normalidad en los enormes períodos de tiempo de la Naturaleza.

A media tarde un sonido antes familiar y que ha dejado de serlo estos extraños días de confinamiento, me despierta del sueño en que me había deslizado. El ruido de un motor al arrancar y el humo pestilente que desprende su escape, llenan el aire durante cinco largos minutos. Un vecino necesitaba comprobar que su coche seguía vivo, esperándole.

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