La vida en suspenso, jornada 9

Domingo 22 de marzo

Los domingos transcurren siempre como tales, como domingos, aunque este tenga algo de especial, precisamente porque la realidad está suspendida y en la calle se echa de menos -¡quién lo iba a decir!- la algarabía popular, el jolgorio y la vitalidad de mi barrio, más gentrificado cada mes que pasa. Parte de ese espíritu festivo es debido al mercadillo minorista de ropa ilegal, atendido por gitanos, latinos, negros subsaharianos y pequeños comerciantes locales de frutas y verduras, quesos, flores, plantas y zapatillas deportivas de marca falsificada, que se ha visto obligado también a recoger sus puestos. Su cierre se aprecia en positivo, por la ausencia de papeles y plásticos que el viento pasea por las calles una vez los vendedores ambulantes se han ido; en negativo, por la falta de transito de gente que viene y va de este a las terrazas de los bares próximos; allí se mostrarán los trofeos adquiridos a precio de ganga: calcetines, bragas, deportivas, batas, vestidos y medias; calzoncillos, camisetas de fútbol, bolsos de firma dudosa y cinturones; monederos y carteras, plantones de limonero o aromáticas. ¡Y un pollo asado, hoy que cocine Rita! Si uno tiene la necesidad de atravesar la Feria de Bouzas -que así se llama el mercadillo más populoso de Vigo-, bien porque nos visita un familiar de poca confianza, mal gusto, o ambos, y desea que lo acompañemos (la educación, la cortesía, o la falta de carácter, nos conducen en ocasiones por extraños vericuetos); bien porque deba ir a la gasolinera próxima o necesite salir del barrio por ese punto, experimentará lo que es ser gritado al oído con las ofertas más anodinas: ¡vamos chicas llevarme las tangas!, ¡calcetines de caballero buenos, tres pares cinco euros!, ¡baaaaaaaarquillos a un euro!, ¡vamos, vamos, vamos, chavaaaaaales que se acaban las Adidaaaas…! Todo ello amenizado por las ubicuas quenas andinas, los cantautores de dudoso gusto, los intérpretes que aprovechan para ensayar en directo, la música estridente procedente de la mayoría de puestos -ayer rocanrol y cumbia, salsa y bachata; hoy trap y reguetón- como si esta fuese imprescindible para el ritual de la compra.

Viva la falsa feria donde nada se subasta, nada se intercambia, nada se garantiza, nada es auténtico, toda la oferta comestible es de dudosa salubridad, todo es de mal gusto y casi toda la trazabilidad conduce a un único lugar: China. Se mantiene abierta porque a ninguno de nuestros aprovechados ediles se le ha ocurrido nada mejor para tener entretenido al personal los domingos por la mañana. ¿La excusa? dinamiza la economía de la zona: aquellos que van a comprar acabarán por comer,  tomarán el vermú, comprarán un helado, o el pan, quién sabe. Lo popular no se toca, es una máxima en cualquier sociedad de consumo con pretensiones de gobierno. Los vecinos del barrio aún debemos estar agradecidos, al menos esta atrocidad consumo festiva se ha ido trasladando de emplazamiento hasta llegar a un lugar próximo a los muelles, donde uno acude, sólo si lo desea. Donde se permite aparcar en doble fila a los compradores, y los comerciantes tienen derecho a subir con sus furgones a las aceras que todos pagamos. Al menos, no está en mitad del barrio como antaño. También es cierto que hoy, su gestión la lleva directamente la Alcaldía del municipio, y no una delegación de mafiosos gitanos encabezada por Sinaí Jiménez (concurrió a las pasadas elecciones municipales con el sobrenombre de El Obama Gallego, afortunadamente no logró representación) hoy encarcelado por extorsión, tráfico de drogas, amenazas y tiroteos. Si a uno se le ocurre llamar la atención de los feriantes -con vergüenza ajena, valentía y miedo, porque no decirlo- por tirar papeles, cajas o envoltorios directamente al suelo cada vez que muestran su producto o hacen una venta, automáticamente será tachado de racista. Así están las cosas.

En resumen, o los alcaldes y su corporación no viajan, o creen que no lo hacemos los ciudadanos y no estamos por tanto en condiciones de comparar. Cuando uno acude a otras ciudades en España, tanto en el interior como en la costa, tiene ocasión de comprobar que dichos mercados funcionan a la inversa, y los menos son los puestos que se dedican a comercializar productos que pueden encontrarse en cualquier establecimiento chino; en su mayoría ofrecen productos de huerta local, del entorno rural al que pertenecen, dando así la posibilidad a ciudadanos y vecinos de adquirir productos que no provengan de invernaderos o mayoristas, donde se ha comprado a granel para especular después con los precios. De ofertársenos con garantía de origen, los compradores agradeceríamos la posibilidad de adquirir huevos de casa, ajos de cultivo hortícola, verduras procedentes del campo, o frutas de temporada que no hayan pasado meses hibernadas en cámaras, y tengan por tanto, el corazón helado; estimularíamos así una cadena de consumo de zona, más propia de una sociedad concienciada con la sostenibilidad, la ecología y la salud.

En el barrio hubo hace algunos años una tímida apuesta de comercio local alternativo, donde se ofertaban antigüedades, libros de saldo, ropas confeccionadas a mano de marca propia, segunda mano en calzado y prendas, artesanía, alfarería, joyería, y un largo etcétera. El entorno estaba amenizado por un pinchadiscos para todo el conjunto del mercado y en el centro se tiraban cañas para consumir in situ. Se ofrecía aquello singular, lo que no se puede encontrar en ningún otro lugar, lo que se guarda en desvanes, armarios y sótanos, lo que busca una segunda oportunidad; aquello que expresa mimo, cariño, creatividad, que busca auto financiación por la vía del comercio de proximidad. Recordaba, tímidamente, a los mercados que se instalan en ciudades del norte y sur de Europa -Notting Hill en Londres, El balón en Turín, Las pulgas en París- o al antiguo rastro de Madrid, antes de ser fagocitado por puestos similares a los de Bouzas, de oferta asiática y plástico envuelto en plástico con sabor a plástico.

Dicho mercado desapareció. Un buen domingo nadie supo nada más de él. Se habilitó un nuevo espacio para el actual, se delimitaron las zonas, se encerró a “Obama” en la cárcel por asuntos turbios de tráfico de drogas y amenazas pistoleras, y todo cambió de nuevo para volver a ser lo de siempre.

Francamente, esta mañana de domingo y reclusión, me acerco a la gasolinera para pasear al perro y comprar el periódico y no lo echo de menos en absoluto. Sí, en cambio, al otro, a cuyos puestos me acercaba compulsivamente haciendo peligrar mi economía, donde me sentía atendido con cariño e interés en cada uno, cuyos propietarios deseaban no sólo venderme -que también- sino mostrarme, darme a conocer aquello que atesoraban con mimo, que elaboraban con paciencia y devoción. Con cultura, en definitiva.

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