La vida en suspenso, jornada 11

24 de marzo

Junto en la memoria dos situaciones que tienen en común algo más que imaginación. En la serie Fariña, consumida en pequeñas dosis durante estas jornadas de reclusión -está tan bien realizada e interpretada que da pena terminarla- comienza el lento proceso de detenciones y visitas a las cárceles. A medida que lo visualizo lo recuerdo en primera persona; justo en los mismo años en que aquellos hechos transcurren en la ficción, en mi familia se vivían en la realidad: mi hermano Jota fue una de las muchas víctimas de aquella marea que barrió el país. Hoy tengo la rara oportunidad de asistir a los encarcelamientos de pacotilla de aquella pandilla de brutos -conmueve ver lo tarugos que podían llegar a ser- sufriendo condenas con todo tipo de beneficios penitenciarios, privilegios, y un respeto que para sí quisieran la mayoría de los que compartían con ellos las mismas prisiones. Es cierto lo que argumentan los malhechores en la ficción: los traficantes, trafican; no obligan a nadie a consumir los productos que ellos introducen por las costas y se cuidan bien de no tomar; pero el lujo y la ostentación de que hacían gala en pueblos y villas pequeñas como Vilagarcía, Vilaxoán, Cambados...en todo el entorno de las rías gallegas, cegaba a una juventud donde se daban altísimas tasas de desempleo, donde intervenir en las descargas de tabaco primero, hachís y cocaína después, permitía participar de aquel río de dinero que entraba impunemente por el mar y los alejaba, paradójicamente, de él; de las servidumbres que la actividad pesquera suponía. Cierto, impunemente. No había leyes adecuadas, ni vigilancia especializada, ni jueces o policías susceptibles de no ser corruptos, accediendo así a las enormes sumas de dinero que la actividad delictiva reportaba. Quedó evidenciado además en los juicios posteriores, que toda la cadena de gobernantes de la Xunta de Galicia, desde Gregorio Fernández Albor a Manuel Fraga Iribarne, pasando por Mariano Rajoy hasta llegar al actual presidente Alberto Núñez Feijó, tuvieron relación de algún tipo con los narcos, recibiendo partidas económicas que engrosaron las cuentas del partido y les invitaron a mirar para otro lado; mientras, las Rías Baixas se llenaban de planeadoras con enormes “cabezones” -motores fueraborda con hasta 200 y 300 CV de potencia cada uno-, coches Ferrari, Porsche, mansiones y pazos que un sueldo convencional, o incluso extraordinario, no permitiría. La droga entraba a espuertas. Sigue entrando, aunque las medidas, leyes, policías y actitudes sean otras bien diferentes. En el muelle de Bouzas, junto al mío, se haya atracado en reparaciones de mantenimiento, el enorme barco de Vigilancia Aduanera, un material impensable en los años ochenta.

En Avilés nos barrió la heroína, “el caballo”, que llegaba desde otro origen. En sentido opuesto, entrando por Euskadi y extendiéndose por todo el país como una gran mancha de aceite que todo lo impregnaba. En los años ochenta la banda terrorista ETA asesinaba cada semana; Policía y Guardia Civil dejaban correr por las calles -presuntamente- la heroína, con el fin de “desconectar” a la juventud abertzale -mientras estaban consumiendo o buscando cómo hacerlo, no molestaban con manifestaciones independentistas o delirios nacionalistas-. Es una especulación controvertida y todavía hoy insuficientemente analizada, cuarenta años después; con detractores y partidarios -véanse Pablo Varela y Justo Arriola, cada uno en un extremo- que intentan arrojar luz sobre un tema muy polémico, cuyas cicatrices están aún lejos de cerrarse.

Lo cierto es que el consumo llenó las calles de zombis, los parques infantiles, baños de los bares, paseos, bajos de edificios y garajes, de jeringuillas usadas y abandonadas en el suelo sin más. Los ambulatorios de la Sanidad Pública -la única existente entonces- de chavales que buscaban cómo combatir el síndrome de abstinencia que el consumo provocaba mediante los más variados cócteles de medicamentos. Estos se dispensaban con una facilidad hoy impensable por algunos médicos, que pretendían paliar con su actitud y generosidad una lacra que les superaba y las autoridades ignoraban cómo combatir. Es cierto que demasiado a menudo eran víctimas de la picaresca con que los mismos yonquis, sirviéndose de su negligencia y buena fe, aprovechaban para trapichear y pagarse el vicio o directamente, especular. Mi hermano se apuntó a ambos. Al enorme desempleo fruto de la desindustrialización, se unía una ignorancia absoluta de los efectos de las drogas en general, y del “caballo” en particular, con ausencia total de planes públicos o privados para disuadir del consumo, de centros donde poder rehabilitarse e integrarse después en la sociedad. Fue la sociedad civil entonces -hablo de finales de los años ochenta, más tarde los sucesivos gobiernos hubieron de actuar, necesariamente- la que se organizó contra las drogas en forma de movimientos de madres como Érguete en Galicia, o comunidades terapéuticas de estilo y metodologías diversas: Proyecto Hombre y Reto contra la Droga en distintas localidades españolas, Aptas en Asturias, Spiral en Cervera de Pisuerga...todos los recorrimos con Jota; en muchos casos con una metodología basada en la experiencia de los propios residentes, algunos de ellos antiguos consumidores reconvertidos en formadores después de deshabituarse, educadores, prescriptores de actitudes saludables; esforzados luchadores contra una marea que nos desbordaba a todos. En absoluto contrastada con corriente alguna o estudio de índole científica, con fenómenos similares que pudieran haberse dado en otros lugares de nuestro entorno y de cuya experiencia pudiéramos servirnos. Si los había, una vez más, en nuestro país no copiamos. No había tiempo, las prioridades eran otras -luchar contra el terrorismo, organizar la economía, consolidar los partidos políticos y su liderazgo, la democracia en suma; gestionar la lucha sindical, entrar en Europa…- que gran parte de una generación se quedase por el camino no era determinante. La administración fue -sigue yendo- por detrás de las necesidades de los ciudadanos. En algunos casos sirviéndose cinicamente de ellos vía impuestos para conminarnos después a que llevemos una vida saludable, sin facilitar método alguno de deshabituación. Si uno intenta dejar de fumar en pleno siglo XXI enseguida lo comprende; en el paquete de cigarrillos reza “su médico y su farmacéutico pueden ayudarle a dejar de fumar” junto a una dirección web donde acudir en caso de querer abandonar el hábito. Intente dejarlo a través de los consejos que se le brindan. Cuéntelo después, por favor. No hay ningún organismo donde le ayuden a abandonar el consumo de cigarrillos o le suministren medicación o tratamiento profesional para hacerlo, en cambio, durante más de cincuenta años se nos indujo a su consumo vía publicitaria y se nos cobraron - se nos cobran- altos impuestos en cada cajetilla. Me equivoco, durante la campaña del último gobierno en funciones, justo antes de constituirse el actual, se financió desde la administración el uso de Champix. Al menos se anunció desde los medios. Ignoro qué habrá sido de esa ayuda con la aparición del Coronavirus.

Así, a día de hoy, aún me parece increíble que el Estado no disponga de mecanismos para prohibir, con la fuerza de la ley, la implantación de locales de juego en los barrios, las campañas de fomento de este-especialmente entre los jóvenes-,la publicidad en televisiones, Internet, radio, prensa escrita... Que la reciente ley aprobada desde la izquierda, tan tibia -únicamente traslada la publicidad a la madrugada y prohíbe la implantación de nuevos locales de juego, ¡cuando hay ya 4000!- permita a las nuevas generaciones de yonquis seguir enganchándose desde la tranquilidad de sus cuartos.

Imagino que estaban pergeñando un plan de ayuda para el desenganche de este nuevo colectivo, cuando nos sorprendió a todos el virus.

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