La vida en suspenso: jornada 10

Lunes 23 de marzo

La vida en suspenso parece un título adecuado para las jornadas que nos está tocando vivir. Son, en efecto, una suspensión de la vida tal como la conocemos, como la entendemos nosotros los occidentales, y por extensión los latinos mediterráneos: una expresión de alegría -no siempre, claro está-, vivida en las calles, en los pueblos, en los bares, en las plazas, en los espacios públicos en definitiva, al dictado de las horas de luz de que disfrutamos y de ese mar cerrado, pequeño y antiguo llamado Mediterráneo; ese que nos ha traído la comunicación, el comercio, la cultura, y también las disputas desde tiempos remotos. Hemos vivido desde los albores de nuestra civilización relacionándonos, demasiado a menudo de manera violenta, aunque también esta ha forjado nuestro carácter, nuestra manera de ser, nuestra idiosincrasia: con el paso de los siglos vamos comprendiendo que, con las guerras, con los conflictos de cualquier índole, perdemos todos. Amplias zonas del norte de Italia están estos días sometidas a la virulencia de la pandemia, y desde aquí lo vemos con enorme preocupación. No sólo por el hecho de saber que nosotros seguiremos su estela, que nuestras cifras, en breve, no diferirán mucho de las suyas; sino porque en gran medida, tenemos una historia común que nos une y nos separa en el tiempo: como a una pareja de amantes cuyas disputas habituales no acaban de distanciarlos nunca del todo. Nos queremos, nos necesitamos, vivimos del mismo modo, por eso esta suspensión en nuestras vidas nos hace daño, más si la primavera comienza en nuestro patio común.

Leer la prensa estos días se ha convertido en un campo minado. Mi costumbre es comprarla sólo durante el fin de semana, y este particularmente, abunda en artículos de pensadores eminentes que se despachan con enfoques de lo más variopinto ante la crisis. Algunos culpabilizan a China por el comercio y consumo de animales vivos en sus mercados, origen del virus que, supuestamente, saltó de ahí a los humanos. Forma parte de su cultura dicen, como el queso y el vino para los franceses. De no frenar ese hábito no será el último virus que salte a nuestras sociedades, auguran. El caso es que, culpables o no, son parte del problema, pero también de la solución. De otra parte, un reputado profesor de origen coreano que imparte clases en una facultad de Berlín, asegura que su país, y Oriente en general, está controlando mejor la pandemia por 1) son una población mucho más obediente hacia los dictados del Estado y 2) están llevando el big data tan lejos como permite este, es decir, al control absoluto de la población en todos y cada uno de sus movimientos y acciones. La privacidad no existe y nadie la echa de menos, afirma. Si avanzamos hacia otras páginas aparecen articulistas de opinión con gran prestigio en diferentes cabeceras y crisis diversas, vividas en primera persona a lo largo de una dilatada trayectoria profesional, quienes creen que no necesariamente saldremos reforzados de esta, el mundo quedará todavía más expuesto, será más frágil e injusto, más inhabitable en suma, en su opinión. Por otra lado, abundan las páginas de tono crítico hacia la gestión del Gobierno: “deberían permitir hacer deporte”, apunta un fisiólogo -director de un famoso equipo ciclista- compatriota y residente en Milán, “de no ser así, el remedio será peor que la enfermedad. Además, el deporte es un derecho inalienable” (¡) Hay también quien asegura que la ausencia de nuestro impacto en el medio ambiente se está dejando sentir para bien, las tasas de contaminación en grandes capitales como Madrid, Barcelona, París, etcétera, están alcanzando mínimos históricos. Esto es bueno, sin duda. O eso creo yo. Aún habrá a quién no le parezca así. Tal vez el próximo fin de semana alguien observe esa arista en que los demás no habían reparado.

Ante tal galimatías, inflación de opinadores, tertulianos, especialistas, políticos, gobernantes autónomos -con o sin nada relevante que decir, aunque siempre reacios a callar-, especuladores en el río revuelto del oportunismo más vergonzante, quién salva los muebles, como siempre, son los profesionales, la gente común y abnegada. Sanitarios en este caso, y públicos en su gran mayoría; ayudados por agentes del orden e instituciones -públicas también-, transportistas, agricultores, comerciantes, y un sin fin de gente poco amiga de hacer otra cosa que lo que sabe, con dignidad, orgullo y profesionalidad. Es cierto que alguien debe de coordinar toda esa acción y tomar decisiones difíciles -probablemente algunas equivocadas, analizadas a posteriori-, siempre controvertidas, para que todo funcione aunque sea en la precariedad. Lo menos que se puede pedir a quienes no tienen que ejercer el mando de esa nave es, lealtad.

Y aquellos que somos pasaje -privilegiado, por cierto; pensemos un segundo en África, donde sin duda llegará todo esto con virulencia extrema- considero que, de haber un árbol frente a nuestra ventana, observemos brotar las primeras hojas desde los capullos y disfrutemos del intenso azul de este cielo primaveral, del aire que de vez en cuando, traerá aromas de jazmín desde el jardín de algún vecino, no necesariamente más afortunado.

Marina y yo tenemos a Cody, y dentro del radio de los trescientos metros que las autoridades recomiendan como paseo suficiente, están el mar y las Islas Cíes, allá, sobre la línea del horizonte. Qué más podemos pedir.

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