La vida en suspenso, jornada 6

Jueves 19 de Marzo 

Me dispongo a ordenar la biblioteca. La cantidad de títulos no es mucha pero cuando busco alguno me cuesta encontrarlo. Mi criterio es sencillo -a priori- temáticas similares y dentro de estas, orden alfabético desde los apellidos de los autores. Marina aparece ojerosa por el salón, no espero una canción del día del padre, ni una postal cutre, ni siquiera una felicitación -no creo en ellas- bastaría un “buenos días”, un poco más cariñoso de lo habitual; tampoco por nada, apenas por el hecho de que lo recuerde, los símbolos son importantes.
- Hola- dice escuetamente.
- Buenos días- respondo con cierta retranca.
- Ya sabes que soy más de hola y adiós- afirma malhumorada.
¡Apenas son las once!
- Es el día del padre- informo.
- ¿Y el día del hijo?- contesta ella, dejándome con mis libros y mi cara de perplejidad mientras se encamina hacia la cocina rascándose el culo.
La escena parece salida de aquel spot de la O.N.C.E.: “¿ser padre, compensa? Sí, compensa y mucho”. Dicho así, con tono burlesco, vitalista y  entusiasta.

Una vez esparcida mi breve colección por el suelo de manera caótica, de haber creado pasillos de libros por donde apenas se puede transitar, limpio el polvo de las estanterías y me dispongo a subirlos de nuevo de manera ordenada. Marina (ella en lo sucesivo, de camino a esa, en función del desarrollo de nuestra convivencia) regresa al salón después de desayunar -se había olvidado el cargador del móvil, jamás el aparato-, su cara de asco adolescente -¿por qué no decirlo?- ante mi “inútil” actividad no requiere más palabras. Regresa a sus quehaceres.

Ante la significativa cantidad de libros que jamás volverán a usarse -honestamente, ¿alguno lo hará?- decido que un gran criterio podría ser colocar en la balda de la estantería más próxima a la puerta, aquellos que ya no vaya a utilizar: las carreras de mi mujer y mía, jardinería -a qué negarlo, nunca se me dio-, equitación, autoayuda, adolescencia -nunca acaba de pasar del todo, pero lo que en estos volúmenes está escrito NO sirve; eso lo sabe cualquier padre que críe a uno-, parto, crianza del bebé...Ni siquiera sé qué hacen todavía por aquí.

Ahora que todos están tirados por el suelo y comienza a formarse en mi mente la idea absurda de organizarlos, me asalta la duda de si estas horas "compensan", me pregunto cuántos libros sería capaz de leer en el tiempo que empleo en ordenarlos. Al menos dos o tres delgados, la mitad de David Copperfield, la Metamorfosis comentada...No me haré más preguntas al respecto o acabaré por darle la razón a ella, eso nunca.

Recientemente leía a Juan José Millás en una de sus columnas su intento por donar a una biblioteca pública la enorme cantidad de volúmenes que invadía su espacio. Fue incapaz. Tras varias llamadas sin éxito hubo de resignarse y echarlos al contenedor del papel. Ilustraba el doloroso desprendimiento con un ejemplo muy gráfico: es como si en un banco no quisieran dinero. Otro caso similar, por patético, es el de la quiebra de la editorial Círculo de Lectores. El negocio cerró pero el enorme fondo bibliográfico quedó sin hogar. ¿Qué hacer? A los editores no les resultó sencillo encontrarlo y a punto estuvieron de acabar junto a los libros de Millás; la Biblioteca Nacional les hizo finalmente un hueco en sus sótanos, y allí permanecerán hasta llegar discretamente al contenedor. ¡Y yo aquí con mis cositas!; barro de mi cabeza cualquier idea oscura respecto a ellos aunque conozca su final, antes confío en hacer pasar por mi mente a la mayoría.

Ella se acerca de nuevo por el salón -ignoro qué habrá olvidado esta vez-, le sugiero que se ocupe, le será más fácil sobrellevar el encierro: “¡lo haré cuando quiera y como quiera!” No me reconozco en su carácter, ¿estaré empezando a comprender a mi suegro? “El amor es una goma que estiran dos tontos con la boca, si uno suelta de un lado…”

Poesía. Este es un bloque compacto, no muy voluminoso y relativamente organizado. Comenzaré por ahí. A continuación Historia, diccionarios, libros de viajes y periodismo, y aquellas aficiones que tuve, ay, a lo largo de la vida y probablemente no vuelva a retomar: fotografía, cine, masaje, guión, vela, inglés -este, siempre próximo, percibo que moriré intentándolo, Brexit mediante-. Una biblioteca es un reflejo fiel de nuestras ilusiones y esperanzas a lo largo del tiempo -¡cómo si no!- nos van acompañando en los sucesivos traslados de casa, poniendo de manifiesto nuestros deseos y el peso de estos. Hoy, cuando uno le ha dado ya un par de vueltas al jamón y tenemos la certeza de que, con suerte, queda apenas una para llegar al hueso que hará la sopa, aún no nos resignamos a desprendernos de esos libros, lo que hacemos es desplazarlos: más abajo, más próximos a la puerta de salida, eso sí, ordenaditos, como las ilusiones.

La chavalada se propone retos absurdos a través de las redes sociales: tragarse entera una rebanada de pan de molde, comerse una cucharada de ColaCao, “tocar” con un rollo de papel higiénico a modo de pelota...Confío en que no acaben en el hospital atragantados, sería vergonzoso tener que explicarse ante los médicos. Paseando al perro por las calles en silencio, desde una ventana se escucha la voz de un joven: “me aburrooo”, brama. Continúo mi camino entre la sonrisa y la pena.

De aquellos que voy subiendo pacientemente a la estantería me cuestiono cuáles me hicieron intensamente feliz y cuáles ni siquiera recuerdo; cuáles asocio con una imagen cierta del momento en que los leía, el lugar donde estaba, las personas con que convivía, y cuáles otros no recuerdo siquiera haber leído; cuáles sé, aunque lo niegue, que nunca leeré y aún así conservaré. Es la extraña dicotomía del ser humano, la eterna duda que nos asalta. Hay una frase que robé al escritor Ray Loriga y cito desde entonces: “¿somos quienes realmente somos, o quienes deseamos ser?” Observando los libros que llevo colocados percibo que he querido ser cosas bien diferentes, y en definitiva, soy todas ellas. Si los estantes se llenan de aspiraciones -satisfechas o no- y nadie más los utiliza (de momento no es el caso; aquel viejo eslogan que rezaba “si tú lees, ellos leen”, resulta falaz) entonces los libros se convierten en decoración: una vez leídos, claro está.

Esa vida reflejada en empeños sobre anaqueles, contrasta con la firme realidad que late al otro lado del tabique, expresada en silencios concentrados en el estudio, carcajadas de un mundo que gira en torno a las redes sociales - nunca más evidente que con el confinamiento-, ordenar por enésima vez una habitación ya de por sí ordenada -no debería quejarme-, pintar las uñas, o buscar actividades de las que uno ya no forma parte. El pensamiento refractario de una adolescente en su cuarto. ¿Y no será mejor así, tal vez? En última instancia, apenas somos otra cosa que contenedores genéticos, quedará de nosotros la mitad de lo que seamos capaces de transferir a nuestra prole. Al menos en ese aspecto, seremos inmortales, Juan Luis Arsuaga dixit.

También los libros aparecen en raras ocasiones por duplicado, testigos mudos de una historia donde dos personas juntaron alguna vez sus inquietudes y algunas resultaron ser las mismas: ¡de que otro modo podía ser!

Ella se va por la puerta a pasear a Cody -nuestro perro, somos afortunados al tenerlo- echando ColaCao por la nariz: “no entiendo cómo alguna gente se puede meter coca”, se pregunta en alto mientras cierra la puerta.

Aparece La quimera del oro, ni siquiera recordaba que hubiese sido escrita por Jack London, tampoco recuerdo haberla leído, ni visto la película de Chaplin, aunque me consta que narra la peripecia del autor como buscador de oro en Alaska. Lo sé por los libros del escritor, periodista y viajero Javier Reverte, cuya bibliografía atesoro. Jack London intentó hacerse rico con el oro sin lograrlo y lo consiguió contando la dura vida que hubo de llevar en el río Yukón. Ser o desear una vez más. Relaciono la obra con el juego de adivinar películas mediante mímica a qué jugábamos de jóvenes, mi amigo Poli la escogía a menudo por la palabra quimera -imposible de expresar en gestos-  hasta que dimos con su aguja de marear: bastaba con que nuestro compañero gesticulase oro ante su propuesta para adivinarla. Hacía lo mismo con Arrebato, de Iván Zulueta. Encuentro Justine, del Marqués de Sade, en una edición barata, de bolsillo, con las páginas descoladas que, probablemente, se hayan intercambiado con los traslados. En cualquier caso, me consta que la trama puede seguirse igual aunque no pienso comprobarlo. Ni siquiera me gusta ya la chica que aparece en sobrio camisón  -una camelia blanca en el cabello recogido y cara de enfado- ilustrando la portada. Hace treinta y cinco años que lo tengo. Lo conservaré.

El cuerpo me pica en cada poro por efecto del polvo. Es posible que desarrolle una urticaria o alguna toxicidad de no ir enseguida a la ducha, y el horno no está para bollos. Esta labor, debo reconocerlo, ha sido en vano; hoy no terminaré pero me siento satisfecho, lo más difícil está hecho ya, y es haberse dado cuenta de ello.

Ella regresa de la calle y se dirige al baño. A modo de felicitación el enorme torrente de energía y vitalidad que despliega su cuerpo en albornoz, bailando como una posesa, el altavoz a todo trapo, donde suena el tema de un "macarrón" latino con rastas que canta Dale vieja dale, ritmo en cuya letra es mejor no abundar. ¿Su autor? Toño Rosario, aunque la versión -me indica- es del Combo Dominicano.

Me asalta la imagen metafórica de un libro que se acerca sin prisa, pero sin pausa, a ese estante de la biblioteca próximo a la puerta de salida.

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