La vida en suspenso, jornada 15

Sábado 28 de marzo

Hoy es sábado, son las dos de la madrugada y a pesar del coronavirus, decido masturbarme. Hágase cargo lector, no es una decisión fácil: ¿cómo aliviar el peso de la culpa? Esta persiste -ya siempre lo hará- máxime cuando uno ha sido maleducado en colegios de curas; entonces acarrea un estigma que habrá de acompañarlo el resto de sus días en que, a diferencia de esta noche, no se trata ya sólo de una flaqueza venial que el párroco -él menos que nadie- pueda ayudar a expiar, sino de una llamada del deseo y la necesidad del placer confinados que chocan abruptamente con la razón y el sentido común, haciendo un uso indebido -irresponsable, por tanto- de las únicas armas que hasta nueva orden se nos brindan contra el virus: el aislamiento y las manos limpias. Con los ojos cerrados busco una historia que contarme y me pregunto cuántas personas, cuántas parejas, en cuántas ciudades y pueblos de cuántos países, en sus camas solitarias o acompañadas, y en este mismo instante, estarán respetando la estricta virtud que la cuarentena exige o, por el contrario, habrán decidido inmolarse a la dicha que sus cuerpos les reclaman antes que rechazarse.

En el internado la confesión se llevaba a cabo mensualmente, siempre los sábados a lo largo de la tarde, de manera obligatoria y por turnos hasta que todo el colegio hubiera comparecido, para volver a comenzar de nuevo al mes siguiente. Los chicos hacíamos fila en un largo pasillo que conducía hacia los despachos del padre Lara o del padre Manolo, ambos al fondo, sin saber cuál de los dos nos correspondería. El trámite podía durar más o menos en función, no tanto de los pecados cometidos como de la sinceridad de cada chaval; de la poca o mucha imaginación de este, de la simpatía que los padres sintieran por él o del número de los que habían de escuchar esa tarde. La ecuación resultante de todos esos factores hacía impredecible el cura ante el que habías de confesar; manteníamos con inquietud y desasosiego crecientes el lugar en la fila, hasta enfrentar una de las dos puertas en la esperanza de que fuese Lara y no Manolo el que nos tocase en suerte. El primero era mayor y más tolerante con nuestras faltas; apenas indagaba en el origen y entendía que aquellas de las que casi todos nos acusábamos, eran por causa hormonal; el resto eran envidias, rencores, insultos, peleas, pequeños hurtos, algún taco, algún taco grueso y muchos, muchos “pensamientos impuros”. El tiempo nos enseñó a manejar estos con mucha cautela pues, esas dos palabras a priori inocentes, eran un cajón de sastre que habría de conducir a una trampa con arreglo a la puerta en que se recalase: a la izquierda el padre Lara, a la derecha el padre Manolo; en una, pensamientos era tan sólo una idea genérica; en la otra habías de desarrollarlos, describirlos, detallarlos, buscar en tu cabeza infantil las palabras en un estado de ansiedad y sofoco crecientes; a un lado, la mesa de despacho entre confesor y confidente; al otro, una silla frente a otra donde se sienta casi al borde un niño en pantalón corto, las rodillas juntas, la mirada baja. Al lado se repanchinga un hombre grueso vestido de gris de la cabeza a los pies, un alzacuellos blanco y una estola morada colgando, observando tus muslos desnudos a través de unas gruesas gafas de pasta negras, las piernas abiertas y un bulto rotundo en la bragueta de su pantalón del que no puedes apartar la mirada, te faltan aún años para enfrentar su semblante; tras la primera puerta la mirada incisiva del clérigo bajo la luz cálida de un flexo escuchando tu voz mientras suspira; tras la segunda puerta el aliento a moscatel barato y olor a sacristía, la mano blanda de palma sudorosa que se apoya en tu rodilla o toma entre las suyas tus manos pequeñas, tercamente entrelazadas sobre las piernas. No es fácil buscar las palabras para tu falta. Por esa razón en aquel pasillo estamos sólo los del dormitorio de pequeños (uno empieza a comprender más tarde). Un día entiendes por qué medianos y mayores no acuden ya, hasta ese momento te preguntas con desconcierto: ¿será que no pecan como lo hago yo? Tampoco compartes la duda con los compañeros de fila. Piensas que es sólo cuestión de tiempo alcanzar ese grado de virtud, de dominio de los deseos, que habrá de librarte en un futuro no muy lejano de tener que comparecer allí cada mes. Además, entre los mayores, parece haberse establecido un pacto de silencio donde nadie revela a las claras qué ocurre tras cada una de aquellas puertas, sólo sonrisas irónicas, comentarios jocosos, chanzas, pullas que ponen de manifiesto cuando nos aburrimos al sol de la tarde en una esquina del patio, o jugamos a canicas o chapas de mañana, junto a los baños -el olor a Zotal, pegado ya a la memoria para siempre- te llevan a intuir que saben con certeza lo que sientes, que no lo revelan porque ni siquiera ellos mismos han sido capaces de procesarlo todavía.

Has entrado, y está vez te ha tocado la puerta buena: “Ave María Purísima-Sin Pecado Concebida-De qué te acusas, hijo”, el intercambio de frases comienza desde que accedes al despacho y cierras la puerta tras de ti, encaras la silla tapizada frente a la mesa y escuchas tus pasos amortiguados en la alfombra gastada. Te acomodas sobre la silla, los pies colgando, los muslos adheridos al escay marrón aún caliente tras el paso del niño anterior, despegándose con sonido gomoso cada vez que la inquietud los mueve sobre él -la desazón de la culpa te muerde el estómago-, superponiéndose al sonido de las tripas hambrientas: no habrá merienda hasta después de haber confesado, conocer la penitencia, y haberla ejecutado en la capilla contigua. Tras ella la escalera que conduce al comedor, al bocadillo y al patio de nuevo. Ambos procuramos que el trámite sea rápido: él, por aburrimiento tal vez; son varias horas escuchando acusaciones infantiles que la edad y el oficio han aprendido a ponderar; yo, por hambre, mezclada con una enorme vergüenza y un deseo animal de alcanzar de nuevo el tedio del patio. Nada comparable al sentimiento liberador de las primeras ocasiones en que, tras dar testimonio de mis faltas, me sentía invadido por una ráfaga de aire fresco que dejaba mi pecho henchido, una corriente de agua limpia que arrastraba con fuerza los resquicios más impuros de mi alma para llevarse con ella cualquier partícula de suciedad que permaneciese adherida. Durante días, la pureza de nuevo recuperada ejercía sobre mí una fuerza invisible, poderosa, casi invencible, que me mantenía al borde del precipicio de la tentación para eludirla en el límite, conservando la virtud que había logrado arrancarle al enemigo escondido dentro de mí.

Hasta que cualquier noche, en la quietud del dormitorio a oscuras: las literas alineadas hacia las ventanas abiertas a un patio sin árboles por las que se colaba la brisa lejana de un mar distante del que nos separaban los astilleros -ese olor penetrante a chapa oxidada y soldadura autógena- se escuchaba un frú-frú de sábanas y cobertores al unísono, lentas al principio, cadenciosas y atropelladas más tarde, cayendo luego en un silencio espeso, licuado en la noche primaveral, cargada de culpa la mano que se desliza bajo el pijama hacia la carne tensa, dolorosa, tras varias tentativas desechadas con la fuerza no ha mucho renovada; para al final sucumbir a uno mismo: “tras esa montaña de culpa está el placer por donde dejarse caer; pasar la noche, alcanzar el día y, olvidarse. De acabar en algún lugar indeseable al menos será acompañado”.

El terror está al otro lado, tras la otra puerta.

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