Mayo 9: Lekeitio-Motriko
El camino, lo he escrito otras veces, es también confundirse. Errar y rectificar, igual que en la vida. Ocurre constantemente y, como en aquella, lo mejor es dar media vuelta cuanto antes y buscar las señales que nos reencaminen; no obstinarse en seguir adelante fiados a la intuición, pues, demasiado a menudo, ya sea por el cansancio o porque nos desorientamos, acostumbra a jugarnos malas pasadas.
Sucedió varias veces en esta etapa: en Lekeitio o Mutriko, en origen o destino; en el bosque o bajo la lluvia, la terquedad se alió en contra de mis pasos. O así lo quise ver entonces. Pero ¿quién iba a esperar que en Lekeitio hubiese dos albergues y yo me presentasr en el que equivocado? ¿O que en lo alto de Mutriko el camino volviese sobre sí mismo y me devolviese a la playa de Santurrarán, en Ondarroa? En tal circunstancia, acostumbramos a exculparnos, a trasladar el error a cualquier eventualidad que nos exima de responsabilidad; y es sólo después de varias vueltas e imprecaciones, que asumimos humildemente el error para volver sobre nuestros pasos y tomar los senda que, está vez sí, consideramos acertada, aunque tampoco lo sea. La vida misma.
Pero el error tiene también su recompensa: la que propició conocer a Josu, a Nerea, gestores de los albergues de origen y destino. El primero, despedido de la empresa Freiremar, con sede en Vigo; una operación de especulación empresarial e injusticia lo abocó al paro. Aguantó cuatro años a base de coraje y apoyo familiar hasta que le indemnizaron como es debido. Con el dinero, montó el segundo albergue del pueblo, y vive con ello dignamente junto a su mujer.
La segunda, Nerea, me recoge con el coche bajo la lluvia en las endiabladas cuestas de Mutriko. Durante el corto trayecto hasta el centro de peregrinos tengo la impresión de estar con una amiga de toda la vida. Hablamos de empleo, de vaquillas y encierros -por extraño que resulte, en el norte de Euskadi, igual que en el Levante y el centro peninsular, se mantiene esta tradición-, del cansancio que acumula en una temporada que está aún por empezar: "los chavales no quieren trabajar, quieren cobrar, y ya estamos desbordados", asegura. Pero me acogen, me dan de cenar, una cama y una ducha caliente y una bolsa con desayuno abundante para el día siguiente. Y cuando de madrugada escucho golpear con fuerza la lluvia sobre el tejado, a un par de metros de la litera que ocupo, no puedo sentirme más afortunado.
Al despedirse de mí, Nerea me hace una confidencia: "Hoy hace ocho años que murió mi hermano. Se llamaba Josu, como el hombre del que me hablaste en Lekeitio. Sabía que tenía que recogerte", dice con lágrimas en los ojos.
Al cerrar de nuevo los ojos esa noche, bajo la lluvia furiosa que cae sobre el tejado de chapa, acude a mi memoria la imagen con que abandoné el albergue en Lekeitio: una aspiradora rumba se desplazaba zumbando de un lugar a otro por el suelo. Cuando alcanzaba un objeto o una pared, daba media vuelta y continuaba su labor, impasible. Sus propietarios habían tenido que salir, pero ella no conoce el desempleo. Tampoco el error, la compadezco.
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