Mayo 16, Pasaia-Hondarrabía.
Por suerte, que no por desgracia como consideré en un principio, el monte se encuentra esa mañana cubierto de niebla densa. Sin embargo, tal situación aporta una sensación misteriosa, mágica si cabe a un lugar que, desde 4000 años antes de la era cristiana era ya espacio de culto para los habitantes de estos montes: el elevado número de construcciones megalíticas destinadas a enterramientos o a honrar a sus antepasados, así lo atestigua. Pero no se limita sólo a ese tiempo, son muchas las muestras de recuerdo a los difuntos actuales que se reparten por árboles, roquedos, vallados o elevaciones, y miran hacia el valle o el mar que yo no veo.
La misma mole tecnológica de la antena del Jaizkibel, la que distribuye la señal de radio y televisión a las localidades del entorno, apenas se vislumbra entre la densa niebla. Igual que las manadas de caballos que pastan ajenos a las "manadas" de caminantes que atravesamos su territorio. Me conmueve un potrillo recién parido que busca la teta de su madre: sus piernas no lo sujetan; cuando mama, se "emborracha" con la leche y se va al suelo, impotente. Sus patas, aún endebles, no sirven más que para permanecer alrededor de la yegua que pasta exhausta por la ladera.
Cierto es que me hubiera gustado ver toda esa costa y bajar a los acantilados (para luego subirlos: he tenido que recorrer el largo camino desde Bilbao para, por fin, comprenderlo; igual que en la vida, si bajas, más pronto que tarde has de subir) de piedra arenisca o paramoudras, pero me hubiera jugado el tipo en el descenso entre la niebla y perdido una excusa para volver. También como en la vida, toda elección comporta una renuncia.
Llegado al fuerte de Nuestra Señora de Guadalupe, ya con Fuenterrabía y la costa francesa a la vista, el corazón se encoge con el fin de la caminata. Pero aún me esfuerzo en dar la vuelta alrededor en un inútil empeño de prolongar estos días de placentero sufrimiento: por oxímoron que resulte, caminar consiste en eso (viaje hacia el interior de uno mismo mediante). Como un nuevo regalo que me brinda ese empeño, tengo la fortuna de visitar un bosque con nombres y apellidos: rodea el fuerte una plantación de árboles autóctonos y censados que da cuenta de los niños y niñas nacidos entre los años 1998 y 1999 en la Hondarribia. Un cálculo básico me permite concluir que ahora tendrán entre veintiseis y veintisiete años. Son cientos. Me pregunto si alguno de esos árboles que hoy forman una umbría densa tendrá ya hijos, pues es casi seguro que muchos vecinos del pueblo habrán ido a tenderse a la sombra de "su" árbol.
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