Mayo 7: Urdaibai, Arteaga-Elantxobe
Asomado al ventanuco del observatorio de madera que está justo encima del humedal, me asombro ante el parpeo de garzas y espátulas, con el canto imposible y madrugador de los mirlos o el andar parsimonioso de las limícolas en busca de presas al alcance de sus agudos picos. Un espectáculo que aproximan los prismáticos que el vecino de bancada me ofrece, generoso.
Pero antes, camino junto al imponente castillo de Eugenia de Montijo, el que ordenó levantar para ella Napoleón III y esta no llegó a habitar porque "se le murió un hijo en la guerra" como asegura, compungida, Gema Ozollo, mi hospedadora en Arteaga. La suya ha sido familia de caseros y así lo expresan involuntarias, sus pupilas perladas de lágrimas al rememorar una infancia feliz de correteos y juegos por las praderías que rodean esta casa que hoy habito en exclusiva.
Para alguien que viene del feísmo gallego la simple contemplación de estas viviendas perfectamente integradas en el paisaje —rematadas, enlucidas, sin elementos discordantes, engalanadas a diario como si fueran todos el día del santo patrón— no deja de ser asombroso.
Tras recorrerlo de una a otra punta, me despido de las praderas y humedales de Urdaibai de la mano del hombre que me trajo al lugar: Sergio Pagán, divulgador de la música de Bach en los programas La hora de Bach y Música Antigua de Radio Nacional de España; exquisito y elegante conocedor de la música clásica, y a estas alturas felizmente jubilado, disfrutará de otra de sus grandes pasiones, la observación y conocimiento de las aves en su entorno natural. Pues bien, al denunciar en ese medio el trastorno innecesario que una subsede del museo Guggenheim de Bilbao y la afluencia masiva de visitantes que convocará a un lugar no preparado para acogerlos, pone de manifiesto el atropello que la miopía de algunos políticos codiciosos y los intereses económicos asociados a estos, pretenden llevar a cabo en la Reserva Natural de la Biosfera que constituye el humedal. Provoca con ello el rechazo de gran parte de los vecinos de los pueblos aledaños, de las asociaciones ecologistas vinculadas al entorno, y de los curiosos y amantes de la naturaleza que nos acercamos desde cualquier lugar para disfrutarlos. De sabios es rectificar —están a tiempo—, eso lo saben hasta las babosas.
Una excursión infantil en el arenal de la playa de Laida, con su particular desorden de toallas, mochilas y zapatillas tiradas sobre la arena, o la profusión de chavales que zascandilean o gritan mientras se persiguen y juegan gozosos, colman de felicidad la mañana de mayo. Por mi parte, disfruto de la brisa y la tibieza del sol en la cara, del sonido de las olas que llegan desde la vecina Mundaka, o de la vista de un velero distante que corta el horizonte entre un extremo y otro de la bahía. Nada hay más hermoso que los placeres cotidianos e intento ser plenamente consciente de ello; al tiempo, paladeo un último trago de cerveza y procuro sacudirme la pereza que supone colgarse la mochila y emprender de nuevo la marcha.
El mar está en calma cuando alcanzo la playa de Laga. Antes del cabo de Ogoño, el que oculta Elantxobe a los bermeotarras, las olas arrastran consigo sus sombras por el fondo hasta romper en espumas sobre el arenal. Algunas personas impacientes toman baños de agua o sol en la playa casi desierta. Al observar desde la carretera el delicioso marco que componen con la playa y la mole del cabo, no acierto a comprender la necesidad de los visionarios tecnológicos de nuestro tiempo por alcanzar Marte o el espacio exterior. ¡Cuánto mejor harían si dedicasen sus obscenas fortunas a preservar la belleza de este que habitamos todos!
Cuando observo el puerto de Elantxobe desde lo alto de sus empinadas cuestas, me pregunto si puede haber imagen más emblemática que su trainerilla femenina adentrándose en el mar. Desde la plaza de la Talaia o atalaya, se divisa una minúscula embarcación impulsada por seis remeras y timonera, que las gobierna y anima con aguda voz de mando mientras se adentran en el mar. Corta las olas sin temor a perderse en esa inmensidad que queda a sus espaldas. A medida que se alejan, verán fundirse en uno el doble espigón granítico que protege el pueblo de los envites del mar furioso. Tal vez solo un ingenio mecánico en acción, el que consigue dar vuelta al autobús para salir del pueblo —las calles son tan estrechas, y sus cuestas tan pronunciadas, que los vecinos no han encontrado modo mejor para quedar comunicados por carretera que voltearlo—, supere a la escena anterior en audacia.
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