Mayo 8: Elantxobe-Lekeitio.
Es difícil decidir la etapa más hermosa del recorrido, pero bien podría ser esta: la que va entre Elantxobe y Lekeitio, pasando por Ea e Ispaster. Aquí, el camino discurre por bosques y praderías de una belleza abrumadora. Sí, es cierto que la primavera y el tiempo soleado juegan a favor de la impresión armoniosa que todo nos causa. Pero el privilegio de caminar en soledad, junto a riachuelos bajo umbrías prodigiosas de bosque autóctono, es una de las delicias de esta ruta. Progreso en dirección contraria al Camino de Santiago; es por eso que, sumado a la fecha temprana y el tiempo todavía inestable, no me cruzo con peregrinos que tienen la ciudad por destino —a medida que avance el mes, el número irá en ascenso exponencial—: más a mi favor, así disfruto de los senderos y el silencio en exclusiva.
De prodigios como la contemplación de una garza real pescando en el azud del molino de Urtibiaga. Una "ferrona" o herrería que aprovechaba el cauce del arroyo de Erreka para la elaboración de tochos de hierro de la mejor calidad. Los bosques del entorno proveían de carbón vegetal los hornos que fundían el mineral de hierro procedente de las minas cercanas. A la canalización del agua del arroyo se le daba la menor pendiente posible con la construcción de la presa o azud. De ese modo, se regulaba a capricho el caudal de las aguas que activaban las palas del molino, o se regulaba la fuerza de los elementos más importantes de la "ferrona": el fuelle que avivaba el fuego para fundir el metal, y el mazo que permitía moldear este a conciencia en lingotes, que se exportaban después a Burdeos desde el puerto de Bermeo. Esta mañana, sumida en la quietud y comida por la maleza del bosque cercano, cuesta creer que durante siglos este fue un elemento productivo de primer orden, que garantizó el metal con que se construyeron las afamadas embarcaciones vascas, o las herramientas necesarias para la vida en el campo.
El pueblo de Natxitua es hermoso. Ea y su playa, embutidos en un valle en cuyo fondo se adentra el mar y desemboca el Erreka, aún lo es más. Ispaster, enclavada entre praderías y bosques, a un paso de los acantilados y roquedos donde rompe bronco el mar, resulta acogedor y entrañable esta tarde de primavera.
La plaza donde se encuentra el frontón se llena de chiquillos que regresan del colegio y madres que les permiten quemar energía en una cancha próxima mientras charlan entre ellas.
De pronto, suena "Dust in the Wind", el mítico tema de Kansas que escuchaba en bucle durante mi adolescencia, y que no ha perdido un ápice de su emotividad serena en casi cincuenta años, desde que fue publicado en 1977: "I close my eyes, Only for a moment and the moment's gone". Trae a mi mente la compulsividad con que intento detener cada instante de esa belleza que veo ante mí, y fotografío a cada paso, cuando tal vez debería disfrutarla sin más, no intentar atesorarla.
Caigo a Lekeitio casi literalmente: el Otoio, el monte que lo corona con un vértice geodésico que recuerda al rabo de una chapela, tiene una pendiente endiablada; como endiablado es el descenso y, en cambio, varias personas, desde las localidades a sus pies, lo ascienden corriendo o caminando como ejercicio cotidiano.
Alcanzado Lekeitio, y mientras aguardo en el bar del albergue a que me adjudiquen una plaza, asisto en directo —a través del televisor— al saludo a los fieles del nuevo papa: León XIV ha elegido por nombre. Tiene gracia, los hinchas del Atlético de Bilbao también se denominan "leones".
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