
Esta ciudad, que permite ser abarcada desde el monte Urgull de un solo golpe de vista es, a mi modo de ver, casi perfecta; desde el Igueldo al Ulía o desde la playa de la Concha a la Zurriola, si dejamos el mar a nuestra espalda y el verdor de sus montes frente a nosotros el espíritu se deleita con el verdor que la abraza desde el sur o la gracia con que la puntea la isla de Santa Clara, en medio de la bahía. A sus pies, la Parte Vieja apenas guarda vestigio —salvo algunas casas de la calle 31 de agosto, la iglesia de Santa María o el convento de San Telmo, hoy museo de la ciudad— del luctuoso incendio y saqueo que sufrió durante el sitio que redujo la ciudad a cenizas y acabó con la vida, violación y saqueo de gran parte de su población. Dicha calle, antes Trinidad, pasó a llamarse en memoria de esa fecha 31 de agosto. El pasado que pudo ser y no fue por causa de la guerra dejó la hermosa estampa de Pedro Teixeira en su cartografía de 1622. La ciudad, ya sin unas murallas cuyos restos fueron derribados en 1863, junto al río que la recorre entre dubitativos meandros, comenzó a planificarse en cuadrícula antes incluso de la devastación a que fue sometida por las tropas anglo-portuguesas en 1813. Lejos de hacer de ella un bodrio inhabitable, desde el mismo cerco sus vecinos diseñaron un espacio del que sentirse orgullosos una vez reducido el invasor. Lo que hoy vemos es el resultado de ese empeño: una ciudad de 200.000 habitantes con amplias zonas verdes y paseos, edificios señoriales —teatro Victoria Eugenia, hotel María Cristina— y modernos —el polémico en su día y hoy emblemático palacio de congresos Kursaal; el espacio Tabakalera, centro artístico de vanguardia junto a la estación intermodal—, con una oferta cultural y gastronómica inigualable. Muy bien comunicada y transitable —amplios carriles para bicicletas y un centro llano en el que utilizarlas— dispone, además, de un excelente entorno al que escapar cuando se echa de más el bullicio urbano: los mismos montes que la flanquean en su entorno más próximo; y, desde luego, el mar que la baña. Pero aquello que la hace tan especial es al mismo tiempo su condena: sufre, como otras muchas, la plaga de la turistificación. Durante mi estancia tuvieron lugar varias conferencias en las que se intentó poner el foco sobre el problema y buscar soluciones, pero, como escribe Jorge Dioni en su libro
El cansancio de las ciudades, «¿Quién se va de la fiesta cuándo esta está en su apogeo?» De momento, parece una ecuación irresoluble: disfrutar de los beneficios que el turismo reporta y ponerle puertas al campo de quienes los generamos, llamémonos visitantes, viajeros, gastrónomos, turistas, o las mismas variantes en la lengua de Shakespeare; conjugar, además, esos mismos intereses —¿legítimos?— de los ciudadanos por transformar en turísticas unas viviendas antes destinadas al alquiler; o, peor aún, evitar que los tentáculos del capitalismo campen a sus anchas por lo que es un derecho recogido en nuestra Constitución —la vivienda— es problema de difícil, si no imposible, solución.

Quedémonos mejor con el magnífico museo de San Telmo. Entre la iglesia, claustro y edificio de ese antiguo convento en el corazón de la Parte Vieja, es posible disfrutar de los colosales lienzos de Josep M. Sert dedicados a la historia, hazañas y tradiciones del pueblo vasco, expuestos al lado de los dibujos en cuadrícula que dieron lugar a aquellos. Personalmente, los que representan a ese pueblo de navegantes, ferrones o armadores son con los que más disfruté. Pero las salas del edificio alojan también extraordinarios tesoros de pintores como Zuloaga —Torerillos en Turégano; una cuadrilla acongojada por el miedo a la muerte donde las muestras de valor y arte taurino dejan paso al estupor que enfrentarán los diestros en unos instantes, cuando la bestia asome por la puerta de chiqueros—, Fortuny —delicioso Niño desnudo en la playa de Portici—, Martín Rico —La laguna de Venecia— o el hermoso de descubrir a Ortiz Echágüe, pintor y viajero que acomodó su arte a los países que visití y recogió de manera magistral en sus figuraciones llenas de colorido, tradición y respeto por cuanto veía en Cerdeña, la pampa argentina o en una casba marroquí.

San Telmo recoge, en las plantas superiores que rodean el claustro, un excelente recorrido histórico-artístico-cultural-social de los siglos XIX y XX que nadie debería perderse. Ahí va una pequeña muestra recogida de una de sus cartelas: «A diferencia del Antiguo Régimen, la moderna sociedad nacida de las Revoluciones Liberales se caracteriza por la transformación del súbdito en ciudadano; con la tributación de derechos y deberes, el establecimiento de garantías para el ejercicio de las libertades políticas y su impacto, junto a la Revolución Industrial, cambió radicalmente los fundamentos de la sociedad y las relaciones sociales de la vida cotidiana; en adelante, la sociedad no se entenderá sin los conceptos de ciudadanía, sufragio, y soberanía.» Justo aquellos que, en nuestros días, algunos arrebatan a sus ciudadanos, a saber, y por el mismo orden, Nicaragua, Venezuela o Rusia por poner sólo los más célebres.
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