Mayo 11: Guetaria

Una de las grandes maravillas que depara la ruta, sobre todo si caminamos en soledad, es la posibilidad que brinda de encontrarnos con gente diversa que se presta a la conversación y la confidencia sin las reservas que procura la vida ordinaria. Una de estas es Iñaki, encargado del albergue de Guetaria, hombre delgado, fibroso, de pelo cano aunque abundante, y cuya calidez y disposición son apreciadas por los centenares de caminantes que nos alojamos allí a lo largo del año. Basta leer las reseñas del albergue: es rara la que no lo menciona. Iñaki ha recorrido medio mundo haciendo autostop cuando era más joven —nadie diría que tiene setenta y un años, tal es su condición física de corredor impenitente—, y desde hace algún tiempo lleva a cabo este trabajo. Hablamos de Nerea, la gestora del albergue de Mutriko que mencioné en una entrada anterior y es conocida suya desde hace años, aunque nunca se hayan visto, a pesar de estar a una carrera de distancia el uno de la otra. Iñaki, planea dejarse caer un día por sorpresa junto a su mujer y poner cara a la desconocida compañera de profesión. Bromas aparte, la filosofía de este hombre es mostrarse servicial, ayudar en lo posible a las personas que estamos de paso igual que si fuéramos de su familia. El retorno que recibe compensa con creces la energía que derrocha y se nota. Gracias, Iñaki.

Al pie de la estatua de Juan Sebastián Elkano, la que se encuentra en el interior del pueblo, no la segunda, frente al ayuntamiento y la carretera —más merecería persona tan célebre en un pueblo tan pequeño; aunque, Guetaria trata bien a sus celebridades, también el museo dedicado a Cristóbal Balenciaga resulta de una "desmesura bilbaína" en relación con la dimensión de la localidad—, contemplo el puerto y la costa alrededor, la maravilla de su situación estratégica y la belleza de su "ratón", pequeño monte antes separado del pueblo y ahora unido a este mediante los tinglados y naves del puerto comercial. Desde la estatua, digo, un balcón a pie de costa reclama la vuelta a casa de los presos y expatriados vascos (!)—Etxera, a casa—, o bien, muestra solidaridad con Palestina al colgar su bandera en él. Provoca extrañamiento este complejo mundo que habitamos, la consideración reivindicativa de unas violencias frente a otras, la doble vara de medir que justifica unas causas para obviar, e incluso olvidar, otras. Sin dejar de condenar el genocidio que el Estado de Israel perpetra estos días contra el pueblo de Gaza, me pregunto en qué lugar se reivindica el asesinato a sangre fría de las personas represaliadas por Hamás. O el tiro en la nuca a Gregorio Ordóñez, concejal del PP asesinado mientras almorzaba en un céntrico bar del casco antiguo de San Sebastián, La Cepa, que conoceré esta misma mañana. Uno de los autores —arrepentido— del asesinato, Valentín Lasarte, acaba de cumplir su condena y alega ante el juez no recordar nada del hecho, aunque vuelva a casa —Etxera— con su familia cada noche —no así Ordóñez—, mientras Elkano nos muestra el ancho mundo frente a él. 

De la mano experta de mi amiga Amaia recorro San Sebastián. Me maravillo ante la belleza de la ciudad: su hermosa arquitectura, la distribución en damero de sus calles —antes hubo de ser reducida a escombros y vuelta a levantar, 1813—, el carácter cercano y amable de sus gentes, o el regalo natural que la naturaleza le hizo al disponerla entre dos montes con una hermosa bahía en medio. También hay una isla, Santa Clara, con faro y todo en lo alto; no será posible visitarla hasta los meses de verano: una pena, pues alberga una obra de la escultora Cristina Iglesias que deseo vivamente conocer. Deambulamos por la ciudad —museo de San Telmo, plaza de la Constitución, basílica de Nuestra señora del Coro, Kursaal, o... bar La cepa— y nos detenemos a tomar unos pinchos en este último. No diría que aún persiste el eco de la ignominia porque no es así, pero es imposible imaginar el hecho sin que a uno le corra un sudor frío por la espalda. A pesar de que la ciudad sufra hoy como tantas otras el acoso inmisericorde de la turistificación, no ha mucho tiempo, significar o no las simpatías políticas podía provocar, cuando menos, una agria discusión según el lugar donde uno estuviese. Así ocurría en 2011, durante mi visita anterior. 

Pero a San Sebastián —lo mismo que a Bilbao y Bermeo, o Pasaia y Hondarribia más adelante— me han traído las pinturas de Luis Paret y Alcázar, artista olvidado que recogió magistralmente en sus cuadros estos pueblos y ciudades —tanto la Vista de San Sebastián como Puerto de Pasajes cuelgan de las paredes del salón de recepciones del palacio de la Zarzuela, son propiedad de la casa Real que los encargó en 1786 a través de Carlos III— mientras estuvo desterrado de Madrid —en Puerto Rico primero; más tarde, a no menos de cuarenta leguas de Madrid: eligió Bilbao y su pujante burguesía para ganarse la vida—; empleó su tiempo y talento en recrear un espacio y unas costumbres inusuales entonces en pintura. Era extraño reflejar al pueblo llano en el arte, menos aún en escenas de cortejo llevadas a cabo por gente popular, donde la cotidianidad quedaba plasmada de manera singular; hoy es habitual, pero entonces era revolucionario. Paret lo hace como si tal cosa, y es mi empeño fotografiar los mismos escenarios que él pintó en sus cuadros, conocer cómo ha pasado el tiempo por el mismo paisaje y ambientar, en la medida de lo posible, un proyecto literario. 

De momento, el encuentro con su obra constituye en sí mismo un delicioso viaje en el tiempo. 

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