Semana náutica 2020: cumplir los sueños.


Cumplir los sueños. Dar cauce a los anhelos que albergamos en el corazón y, en ocasiones, se materializan. Ese debería ser el sentido de la vida —al menos para aquellos que no esperamos nada más una vez esta concluya—. En eso pensaba una mañana del pasado agosto cuando, tras largos bordos frente a la costa, pusimos proa a la playa de Louro. Habían transcurrido veinticinco años desde que, paseando por ese mismo arenal una desapacible tarde de verano, divisara un velero navegando a lo lejos: sorteaba los islotes de Los Bruyos, Mean y Roncosa; “¡¿qué será eso?!” —me pregunté entonces—, “gobernar entre los escollos con la seguridad de sortearlos, dejar entrar en el pecho ese olor intenso a algas, a yodo, a mar bravío estallando en mil espumas, escuchar el sonido terrible de las olas batiendo en los cantiles y poner después rumbo al cabo donde dicen que la tierra se termina”. Pero no ha de ser sino hasta esta otra mañana, de un agosto ya lejano —las cosas llegan, …cuando tienen que llegar—, que vea cumplido aquel sueño, ¡y con la mejor de las tripulaciones!: Santiago a la rueda, Cody haciendo banda en la bañera y La Hispaniola enrolándonos a todos, fluyendo feliz entre el agua y el viento. Aquel último bordo lo concluyó mi hermano con palabras oportunas —“Oye, ¿no estaremos demasiado cerca de la playa?”—, y el último residuo de prudencia que aún atesoraba en mí espíritu. En efecto, con seis metros de sonda bajo la quilla, una intensa mar de viento y la arena a pocas esloras, me dejaba llevar peligrosamente por cantos de sirena hacia la Laguna de Louro, tras la playa, como si esta hubiese reventado un año más vertiéndose al mar y ofreciendo paso franco a su interior. ¡Tal era mi fantasía! “Ojo con lo que sueñas” —pensé entonces, ofreciendo popa a la playa— “porque puede hacerse realidad”. 

Justo es decir que las dos primeras jornadas nos acompañó Gabriel Gasio —sensato y eficaz tripulante—, en su compañía nos arrastramos hasta San Vicente do Mar: la ausencia de viento no permitía más. Entre San Vicente y Aguiño una brisa ligera nos dejó jugar entre los islotes que rodean la Illa de Sálvora, dando bordos entre ellos a la caza de un velero alemán que se atrevió a sortearlos: no hay como apelar a las banderas para exacerbar el coraje y hacer algo que, de otro modo, ni se nos hubiera ocurrido. Así, navegamos entre los hermosos —y peligrosos— Noro, Vionta, Herbosa, Chapeu e Insua Bela a través de un paso interior sembrado de rocas —una mano en la rueda del timón, otra en los cabos prestos a virar al menor contratiempo y los ojos clavados en la carta—, para salir después de tres horas a aguas limpias y arrumbar Aguiño. Es agradable rememorar estas vaqueradas en el bar —unas cañas en la mano y una ración de pulpo entre nosotros—, sin pensar que un golpe de niebla, habitual en esta época y latitud, nos hubiera puesto en una apuro: La Hispaniola no lleva radar. Al atardecer, sin Gabriel en el rol y al abrigo del puerto, permanecemos absortos ante la pericia de los percebeiros a la hora de echar al agua o sacar a tierra las planeadoras —embarcaciones ligeras dotadas de potentes motores fuera borda, tristemente célebres por participar en los alijos de droga o tabaco, aunque su función habitual sea la de acercarse a la rompiente para arrancar larva de mejillón o percebe—: en esta ocasión nos correspondió asistir a su regreso a media tarde, portando sacas de varios kilos de apreciado crustáceo. Vista la afluencia de lanchas que arribaban en desordenado trajín, nos preguntábamos si habría capturas para todos, todos los días: los bajos, piedras y escollos donde habitan y se muestran al descubrir la marea, abundan como pudimos apreciar al día siguiente. Una agradable pasarela de madera sobre un bello entorno dunar, nos conduce hasta la playa de Castiñeiras. Allí daremos cuenta de unas sardinas asadas y unas cervezas contemplando en silencio el dorado atardecer y el perfil creciente de las Islas Atlánticas —Sálvora, Ons, Cíes… Se suceden en altura hasta alcanzar Cabo Silleiro, veinticinco millas al sur—. Estamos de acuerdo en que es un hermoso lugar, justo en el momento en que una pareja madura pasa ante nosotros camino a la mesa contigua: él camina del brazo de ella; se mueve a pasos cortos, vacilantes, inseguros, el gesto torcido en una mueca grotesca, brazo y hombro recogidos contra el costado derecho. Ella le asiste con paciencia, con resignación, en su cara los surcos profundos de una tristeza infinita. Alcanzan por fin la silla donde el hombre se sienta con dificultad. No podría asegurarlo, pero todo indica que sea víctima de un ictus o enfermedad similar, inesperada, incapacitante, traicionera... Mi hermano y yo nos miramos y, sin palabras, llegamos a la misma conclusión: la vida son instantes. Y brindamos por aquel, que aún nos encuentra enteros. 

La noche al abrigo de puerto resulta apacible: mecidos por el mar dormimos profundamente. Nos despiertan de madrugada nuestras vejigas, las risas broncas de la tripulación de un palangrero y el estruendo de la máquina del barco; parten hacia Gran Sol: entre bromas y acelerones pondrán las dos a prueba antes de abandonar el muelle; de ambas dependerán por igual para realizar su labor. 

Ya de mañana la calma persiste y la bruma se acentúa. Por buscar algo de brisa nos alejamos de la costa a motor dándole buen resguardo, saliendo a mar abierto para subir y bajar entre altas olas, observando las rompientes y a los marineros de la bajura faenando entre ellas; dudamos acerca de la posibilidad de entrar en Corrubedo o continuar más al norte, pero la bruma, cerrándose en niebla por momentos, no da opción. En el instante en que dejamos de ver el monte de La Curota y la enorme playa a su falda por el través de estribor, decidimos con sensatez fondear en una ensenada junto al pueblo. Habíamos tenido la precaución de hacernos con unos pescados y algo de marisco en Aguiño de manera que, una vez asegurado el fondeo, prepararemos una buena paella con ellos: tal vez el tiempo transcurrido para cocinarla a la brasa de carbón contribuyera en gran medida a su éxito. Tras una buena siesta escuchando el chapoteo de las olas contra el casco, echaremos al agua la auxiliar para conocer el pueblo que enamoró a David Chipperfield y su familia. El afamado arquitecto de origen británico hace veinticinco años que recaló en él y quedó cautivado, al punto de construirse una hermosa casa donde pasar las vacaciones e implicarse, además, en el desarrollo sostenible de la zona mediante la Fundación Ría, que preside e impulsa. Confiemos en que sea para bien: a Corrubedo le ocurre lo que a otros muchos pueblos gallegos —tanto en la costa como en el interior—, son espantosos. Maticemos, y entendamos por pueblo, aquello que construyen las personas para guarecerse de la intemperie, convivir y trabajar; no me refiero, por tanto, al entorno natural. Bajo esa definición, la profusión caótica de casas sin orden alguno, la ausencia de espacios entre ellas que faciliten la convivencia de sus habitantes, la falta de respeto a las alturas o el empleo de materiales constructivos acordes al lugar donde las viviendas se ubican, así como la indiferencia absoluta hacia cualquier forma de armonía, despiertan una tristeza categórica hacia poblaciones, por otra parte, ubicadas en entornos magníficos, extraordinariamente bellos y singulares, apenas explotados y con arraigado carácter. Hasta las instituciones, responsables en gran medida del fenómeno, han contribuido a consolidar la palabra que los define: feísmo. Incluso la palabra es horrible. Al menos, la vivienda de Chipperfield se integra con armonía en el antiestético conjunto —sin contagiarse—, observen si no la que está a su derecha [Corrubedo: fachada litoral] para saber a qué quiero referirme: podríamos decir de ella que es… ¡grande! En fin, el pueblo no escapa a la descripción mencionada. Ahora bien, pasear por su playa, contemplar la enorme duna desde las pasarelas habilitadas a tal efecto o internarse en las lagunas de Carregal o Vixán es, privilegio de dioses; aunque sea de manera restringida, pero es que no ha mucho tiempo, todo estuvo permitido: extracción de arena dunar por camiones y excavadoras, carreras de caballos, pista de aterrizaje para avionetas, rodaje de anuncios publicitarios (!)… las consecuencias fueron nefastas, claro. Así que ahora, ¡a la pasarela! 
De regreso al barco con niebla cerrada, ignorando si el bote estará o no donde lo dejamos, chapoteando algo achispados en el agua al embarcar, y tratando de distinguir el casco en la húmeda noche, nos damos a pequeños juegos que nos devuelven a la infancia … somos piratas remando en silencio, el cuchillo entre los dientes y el perro amordazado en la popa, al abordaje de un galeón fondeado en la bahía…. De madrugada, cuando la necesidad obliga a abandonar la calidez del saco de dormir para salir somnoliento a la fría niebla, me maravillo al observar el cielo de nuevo despejado, cuajado de estrellas que vienen a morir a esta esquina de la Vía Láctea, hundiéndose después en el océano: la linterna del faro barre con regularidad la costa que brama en la noche; el agua, refulge en hilos de plata a lo largo del cabo que nos sujeta al fondo arenoso, se trata de la ardora (1). Dicen que hay quién sucumbe a la belleza en noches como esta, dejándose caer hechizado al fondo del mar. Un escalofrío recorre mí espalda al comprenderlo y retorno —cobarde—al camarote. 

A la mañana siguiente el viento no acaba de saltar, pero al menos la niebla se ha despejado y bordeando el faro pondremos rumbo tranquilo a la ría de Muros y Noia. Antes habremos de detenernos en el Castro de Baroña, un impresionante conjunto castreño asentado sobre un istmo rocoso que cae a pico hacia el mar, para descender de manera suave hacia la playa y el pinar en la ladera opuesta. Estuvo habitado entre los siglo I a.C. a I d.C. y, salvo la techumbre de viviendas, graneros y cuadras se conserva perfectamente: casas, murallas defensivas, una amplia plaza central al abrigo del viento, escaleras talladas en la piedra que conducen a los distintos niveles de las edificaciones,... podrían ser habitadas hoy en día —renovando la techumbre y prescindiendo de cualquier comodidad, claro está—. Sus habitantes dispusieron de ganado, marisco, y pescado en abundancia, aunque no de agua —ni en manantiales, aljibes o fuentes; esta habrían de salir a buscarla fuera—. Paseando por el poblado uno piensa que a los actuales habitantes de la zona no les faltan referentes constructivos armoniosos; no es que abogue por habitar ideales arcadias célticas, pero utilizar los materiales que el entorno, generosamente nos brinda, tampoco parece descabellado. 

Arribamos a Portosín al caer la tarde, no sin antes dar unos cuantos bordos hacia Muros y Monte Louro: una vez había saltado el viento no era cosa de desaprovecharlo y, además, tenía prisa por saldar aquel sueño; a saber, contemplar desde el mar la misma playa de hace un cuarto de siglo. Pero la Naturaleza es sabia y los sueños, si son auténticos, se hacen de rogar. El viento cesó de súbito cuando estábamos a punto de alcanzarla, como un capricho del destino, quedando oculta tras un promontorio rocoso. Nada que objetar: si había esperado veinticinco años, bien podía esperar una noche. Ya en puerto nos premiamos con una ducha caliente y una cena opípara en el restaurante del náutico, entre risas, vino y confidencias. En ocasiones, pienso que lo mejor de navegar es arribar a puerto y diluirse bajo el agua ardiente, pero sin dejar de oscilar, como en el barco. 

Y al fin llegó el día anhelado. Amaneció glorioso, sin una nube bajo el cielo raso, cálido, sensual, una ligera brisa mañanera presagiaba viento intenso al mediodía. Así fue, en apenas una hora estuvimos en Monte Louro, dos más tarde vivimos la escena descrita en el primer párrafo y, después de tres y algunos bordos que nos pusieron al pie de los islotes de La Roncosa, dimos por concluida la cabalgada —no sin antes dejar en el GPS una marca frente a Piedra Vello donde, si el diablo lo desea, comenzará la travesía el año que viene—. Treintaiocho millas marcaba la corredera una vez atracamos de nuevo en Portosín; yo estaba exultante, Santiago cansado y La Hispaniola feliz de haberse arrancado los mejillones del casco tras ese largo a rumbo directo desde la Ximiela. Nos fuimos al pueblo a celebrar con cervezas y raxo con almejas, excelente combinación que preparan en A Lonxa Vella, junto a la Casa del Pescador. 

Nos costó despedirnos de Portosín. El náutico es abrigado, familiar, con buenos servicios, personal atento, servicial pero, y esto es lo importante, una vez abandonas el espigón de abrigo tienes la sensación de que la ría estuviera creada para ti en exclusiva: prácticamente no hay más barcos navegando en sus aguas, ¡en la última semana de agosto! Para sí quisieran en el Mediterráneo. De nuevo el viento nos llevará en volandas durante toda la jornada, nos permitirá realizar largas incursiones en mar abierto y, bordo a bordo, ir descendiendo hacía el sur en una travesía cómoda y eficaz en que ganamos millas subiendo y bajando altas olas que nos alcanzan y atraviesan veloces. Una vez el sol comienza a declinar nos colamos entre las Islas de Ons y Onza —el astro a popa dorando la cara salvaje de las islas mientras ganamos este velozmente: recordamos una viñeta de Tintín en la Isla Negra, pero sin faldita—, para arrumbar ya de noche, al puerto de Beluso, en la ría de Pontevedra. Allí está la Centoleira, templo del marisco y los frutos del mar, ubicada en un antiguo edificio para atado de redes. La biografía familiar es deliciosa y el arroz con bogavante que preparan, aún más. Su ingesta nos ayudó a relativizar la ausencia de personal en puerto o la presencia de la Guardia Civil merodeando junto a los pantalanes, así como la profusión de pandillas de chavales pescando desde los altos muros del pequeño muelle, que llevaron a Santiago a exclamar: “esto parece Mad Max en la cúpula del trueno”. Y es que nos sentíamos intimidados. 

La última jornada nos devolvió a la hermosa playa de Barra, tras doblar el Cabo de Udra y Punta Couso, después de atravesar lánguidamente la Costa de la Vela —el viento escaseó de nuevo—, para entrar en la ensenada con el barco completamente escorado a estribor y la regala en el agua, en un gran fin de fiesta. Horas más tarde, ahora sí, el dios Eolo nos devolvería al pantalán del que partimos una semana antes, en la travesía más entrañable de cuantas hayamos realizado. 

(1) Ardora: Fosforescencia o luminosidad de las aguas marinas, producida por los movimientos de peces u otros organismos que las habitan.


 




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