Carta abierta a Joaquín Araujo.


El pasado 5 de octubre acudí en Vigo a su conferencia y presentación del libro Los árboles te enseñarán a ver el bosque; lo hice conducido por la fascinación y devoción que despierta su persona entre quienes amamos la Naturaleza. Asistí guiado por su obra y su extenso legado —literario, radiofónico, televisivo, de divulgación científica y también, como “plantador”, si es que tal término existe, de árboles (¡25.000, ahí es nada!)—. La Natura, el bosque en esta ocasión, adquiere en su voz, en sus reflexiones lúcidas, en la manera en que aborda el concepto de masa arbórea —bosque: sitio poblado de árboles y matas, nos dice el DRAE con tacañería—, una poética estremecedora, una dimensión nueva, una clarividencia apabullante: prioritaria en cuanto que necesidad imperiosa de armonizar con él nuestras vidas. En sus palabras el bosque nos da. Lo hace así desde que habitamos la Tierra, como seres que un día se irguieron dejándolo atrás, tal vez con arrogancia, a la conquista de nuevos territorios. Aun así no ha dejado de darnos: desde el aire primero que inhalamos al abandonar el vientre de nuestras madres —y habremos de seguir respirando hasta nuestro aliento postrero—, hasta la comida que ingerimos, el agua que bebemos una vez filtrada por ellos o la materia prima con que hemos construido nuestras viviendas e ingenios a lo largo de la Historia. Y nos lo ofrece gratis, señala. De ellos proviene gran parte de la farmacopea que utilizamos para calmar nuestros males pasados, presentes y, sin duda, futuros. En ellos encontramos, por último, armonía, sosiego, calma, serenidad cuando la vida nos cerca, nos pone a prueba. 

Bien. No voy a recordarle aquello que conoce mejor que yo. Ocurre que, cuando uno acude a sus conferencias, escucha sus charlas o lee sus libros —es mi caso—, sale de ellos peor que cuando entró: definitivamente invadido por una melancolía que cuesta sacudirse hasta no verse de nuevo inmerso en esta fantasía que hemos dado en llamar realidad, en la triste y abrumadora certeza de que nada de lo que nos ha contado, con ser categóricamente real y contrastable por científico, interesa demasiado. Y no, no se trata de un deseo de exclusividad; de estar en posesión de una verdad revelada que a una gran mayoría de personas les esté vedada. Esa Verdad está ahí, para todos, accesible, verificable, pero no a todo el mundo parece interesarle con igual intensidad. Menos a quienes dirigen nuestros destinos en nuestro nombre.

Si somos agua —nos dice—, y es un hecho incontrovertible, si lo son nuestros ojos o nuestro cerebro en el 90% de nuestra fisiología; si somos bosque, pues de él procedemos y a él debemos el aire —menos limpio cada vez— que respiramos; o el agua, que transforma y devuelve exudada a la atmósfera, y esta a los ríos de los que después nos servimos. Si, en el pasado, nos dio el alimento en forma de hojas, bayas, o caza; si nos lo da incluso hoy día, en un proceso espurio donde se deforesta para producir los cultivos que alimentan a la ganadería que más tarde nos comeremos, en un ciclo suicida, extraordinariamente ineficaz. Si el bosque nos brinda los tres elementos fundamentales para la vida: aire, agua, alimento, ¿por qué entonces cualquier intento de abogar por este, choca con tan altos muros? ¿Por qué parecen estas, veleidades poéticas sin futuro alguno? Cuando, precisamente en su defensa está nuestro porvenir. ¿Por qué este grito sordo parece cosa de jipis trasnochados? ¿Por qué no es cool defender aquello que nos da la vida?

Ha habido intentos, claro, su propia labor es un gran ejemplo; la de Félix Rodríguez de la Fuente, Miguel Delibes, Miguel Delibes de Castro, Juan Luis Arsuaga… en nuestro país; Henry David Thoreau en Estados Unidos, Chico Mendes en Brasil, William Morris en Reino Unido —desde el movimiento Arts and Crafts defendía el sostenimiento de las formas de producción artesanales, ¡en plena Revolución Industrial!—… Hasta dar con movimientos de impacto más amplio como Greenpeace o el reciente Fridays for Future que abandera Greta Thunberg. Y seguramente tantas otras personas y movimientos que olvido o ignoro, con mayor o menor fortuna; algunos como Mendes perdieron la vida en el intento, otras como Thunberg se ven a menudo sometidas al escarnio por defender la evidencia y el futuro.

Adonde quiero ir a parar es a aquello que usted citaba en su charla: “esto que ocurre ahora no es un cambio climático, es una catástrofe climática”, recojo de memoria. Las evidencias científicas así lo demuestran y el margen de maniobra es más escaso cada vez. Eso nos dicen ustedes, los que saben. Como saben también que, quienes detentan el poder están a otra cosa, engrosar sus ganancias, gestionar su cuota de autoridad aun a pesar de meter la Naturaleza, de la que dependemos todos, en un callejón sin salida.

Parece que en nuestro país la situación que dejará la pandemia será extremadamente adversa. Parece que contaremos con partidas económicas, procedentes de Europa, que ayudarán a paliarla. Parece que el Gobierno desea comprometerse en dos aspectos clave: la transición ecológica hacia una economía sostenible y la digitalización del Estado. Y aquí es donde nace mi ruego: no les dejen solos, no sabrán hacerlo. Urge un comité de sabios, de gente capaz, formada, eficaz; que tome las decisiones desde dentro, para que “algo cambie y ya nada sea igual”, por parafrasear a Lampedusa.

Nota 1: al final de su charla el presentador Antón Lois, con buena intención y simpatía, ofreció bellotas de carballo para que plantásemos, emulando su actitud. Lo encontré inocente e inapropiado, dadas las circunstancias. Esta bellota hay que ponerla en el Congreso.

Nota 2: la charla y posterior firma de libros dejó mis preguntas en el aire, tal vez desee responderlas:

1. ¿Debería exigirse una responsabilidad a las empresas por devolver a su estado original los espacios naturales una vez explotados sus recursos? ¿Considera posible/viable una industria de retorno de dichos espacios naturales?

2. ¿Qué opinión le merece la “venta” de nuestro patrimonio natural a industrias como la hostelera? Pensemos en todo el Levante español y los archipiélagos canario y balear. Ha bastado una plaga vírica para poner en entredicho la frágil viabilidad de esta industria.

3. En Galicia se propone el uso de fracking, en Asturias volver a explotar viejas minas de oro a cielo abierto, en Viana do Bolo (Ourense) minas de Niobio y Tantalio… ¿Justificación?, la creación de puestos de trabajo. En Pontevedra tiemblan cada vez que se propone desmantelar Ence (Energía y Celulosa), ven peligrar sus empleos, con razón. ¿No hay otra manera? ¿Hemos de asistir siempre a la elección entre trabajo o medio natural?

Leo a Javier Reverte: los romanos deforestaron completamente Sicilia una vez la conquistaron, prendieron fuego a los bosques de roble que la cubrían por completo. Los ríos se anegaron, la tierra entró en un proceso de desertización. Plantaron trigo. Necesitaban alimentar a las legiones. Después llegó la miseria, la emigración, la brutalidad… Hasta hoy.

Gracias.



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