Tramo 3, etapa 1, Camino del Cid: las tres taifas, Zaragoza-Calatayud-Munébrega

Montado en ese blanco corcel que ha acabado con las distancias, y los dineros, de este país, me acerco de Calatayud a Zaragoza en apenas veinticinco minutos. Uno debe estar atento para no pasarse de estación, el AVE alcanza en ocasiones los trescientos kilómetros a la hora. El caballo se interna veloz en un paisaje áspero de torrenteras y secarrales donde, por alguna razón que se me escapa, aparece de pronto un sembrado inmenso de verduras o una vasta extensión de frutales dispuestos con tiralíneas.

Ya en Calatayud salgo a una mañana luminosa y fresca, el cielo despejado y el corazón dispuesto a la aventura. Tardo unos minutos en dar con el río Jalón y sigo su curso aguas arriba disfrutando de los tonos amarillentos, ocres, verdes de los álamos junto al cauce. El aroma que desprenden sus ramas ya mortecinas al ser agitadas por la brisa matinal, despierta mis sentidos y me devuelve a los olores de la infancia. El río baja crecido y turbio cuando me asomo a contemplarlo entre los cañaverales. Junto a un azud -elevación del cauce para extraer agua hacia las acequias- comprendo el extraordinario legado árabe para transformar en fértil esta tierra árida. Si hay un río próximo, todo es posible, debieron pensar aquellos pueblos llegados del desierto. Así, en el amplio espacio que abarca su cuenca, las huertas ofrecen ufanas toda clase de hortalizas en disposición ordenada. A esta altura del año, ya pasado el estío y agotadas sus verduras, se prepara el cardo, cuyas pencas limpias y cocinadas de múltiples maneras eran ya un lujo entre los romanos. Da gusto verlos crecidos hasta superar el metro de altura, enrollados y tapados sus tallos para protegerlos del sol, este solo debe incidir en sus hojas. Lo cierto es que nunca lo he probado, de este invierno no pasa.

A lo largo del camino los cuervos y sus graznidos serán compañeros de ruta, hasta que pasa zumbando nuestro veloz corcel y todos los demás ruidos se silencian. También se escuchan, junto a las poblaciones, ruidosas bandadas de vencejos, golondrinas o aviones. Lo encuentro sorprende a final del mes de octubre, ¿será que tampoco emigran como las cigüeñas?

En el pueblo de La Vilueña de camino a Munébrega, la tarde discurre silenciosa, completamente deshabitada de otra cosa que no sean los gatos que transitan sus calles despobladas. Uno de ellos me mira insolente en el lavadero del pueblo cuando le tomo una fotografía, a fin de cuentas soy yo el extraño, lo hace desde el extremo de una pila enorme, que da idea de la población que pudo tener el lugar en sus mejores tiempos. La instalación está perfectamente restaurada, remozada, aunque el agua esté ausente, los pilones de lavado y enjuagado bien dispuestos. La techumbre firme de madera y teja, los accesos despejados de maleza y ramas para disfrute exclusivo del gato. Cada pueblo tiene uno, mejor o peor rehabilitado, que aporta un sentido nostálgico a la vida, a lo valioso que hubo de ser un edificio como este en el tiempo anterior a las lavadoras. 

Después de caminar entre sembrados de frutales dispuestos con precisión milimétrica, alcanzaré Munébrega al caer la tarde. Un poblachón de agricultores donde las torres de su iglesia se ven en la distancia como si señalasen algún lugar de peregrinaje medieval. Este habrá de ser el paisaje durante docenas de kilómetros: la sierra abrupta tapizada de carrascas que se abre al valle donde, sobre colinas sinuosas, crecen almendros, melocotoneros, albaricoques, manzanos y viñedos. Naturaleza transformada.

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