Tramo 3, etapa 2, Camino del Cid: las tres taifas, Munébrega-Daroca

Unos muchachos negros siguen con parsimonia a un tractor que avanza lentamente en mitad de los surcos de un campo de almendros, este arrastra un remolque al que los chicos van echando piedras que recogen del labradío: la finalidad es que la tierra contenga la menor cantidad de piedras posible para que no se estropeen los peines de las máquinas de labor. En sentido contrario, en otro surco, avanza de igual modo otro tractor; a este le sigue un grupo de mujeres del Este -abundan en la zona, su carácter es latino como el nuestro y, una vez dominan el idioma, no es difícil verlas en los bares vacilando con los parroquianos-; realizan la misma tarea. Los tractores los conducen los propietarios de los campos, su aspecto y aburrimiento manifiesto lo confirman. Todos me miran cuando paso por la senda: mis mochilas y aspecto ocioso contrastan vivamente con la labor que realizan los de a pie. Tomo unas fotografías y me alejo pensando en la ingrata, y seguramente mal pagada, labor que realizan estas personas. En estos campos, en esas faenas, no se ve a nuestros compatriotas. Me obligaré a pensar en ello la próxima vez que tome una manzana o un melocotón. 

En Castejón de Alarba charlo con tres ancianos que echan la mañana en el bar del pueblo, uno de ellos camina, asegura hacerlo hora y media todos los días, para mí quisiera yo: esta machada es puntual y así lo acusa el cuerpo. Su compañero está en silla de ruedas, y la mujer atiende el bar. No es poca cosa atender el bar en pueblos como este: es el centro social, el lugar de encuentro para los pocos habitantes que aún resisten, el sitio donde socializar y no hablar solo con el gato o el perro. Por eso cuando entra un caminante cargado, jadeante, en busca de una cerveza fresca, lo miran como a un marciano. No dejarán pasar la ocasión de pegar la hebra y asegurar que "el Cid no pasó por aquí". Lo escucharé a menudo. Me pregunto dónde obtendrán tal información. Al despedirme me ofrecen la ruta más directa y eficaz para llegar al pueblo siguiente: la carretera. Cuando les digo que, para eso, me hubiera traído el coche, acabo de matarlos, insisto en ir por los senderos y me ofrecen varias alternativas. Seguiré al GPS.

Me recuerdo en las aulas de la infancia, matando el tiempo, observando las estampas de los libros de Ciencias Naturales, donde se mostraban esos cultivos dispuestos en orden sobre las laderas de las colinas, bajo los altos collados coronados de bosque. En el seno del valle las hileras de las cepas se perdían en la distancia, los melocotoneros ya recogidos se cubrían de hojas doradas, los manzanos verdeaban aún y, bajo sus copas, un hombre apoyaba una escalera en uno de los troncos y alcanzaba el fruto más alto. Me fascinaba ese campo, así, generoso y ordenado, procurando felicidad a las personas que se afanaban en sus labores. El aspecto de este es mejor que el de los libros de la niñez: a aquel le faltaba el olor de la tierra mojada tras la lluvia repentina, el aroma dulce de una higuera que te llama cuando pasas a su lado, el rumor de la brisa que agita los almendros y deja caer frutos maduros al paso. Este campo es más bello, sí, pero bajo sus copas los hombres se afanan con las podadoras o recogen las piedras del sembrado, se agachan hacia la viña o largan kilómetros de manguera para el riego. Entonces únicamente recogían los frutos.


El último tramo entre los pueblos de Manchones y Daroca lo hago a través de la Vía Verde Santander-Mediterráneo, antiguamente la ocupaba una vía férrea hoy transformada en sendero, la pretensión era unir ambos mares mediante una ruta comercial. Fracasó. Hoy se desea rehabilitar como vía turística y deportiva. Lo cierto es que resultó una bendición para mí, se me hizo noche y hube de llegar a Daroca a oscuras durante ocho kilómetros a través de esta ruta perfectamente señalizada y con buen firme de grava. En ocasiones, la suerte acompaña al caminante.

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