Tramo 3, etapa 7, Camino del Cid: las tres taifas, El Pobo de Dueñas-Molina de Aragón


Rapaz de poca envergadura, su cuerpo en vuelo semeja una ballesta, acostumbra a volar en solitario y permanece batiendo alas sobre un punto concreto del campo sin moverse del sitio, acechando a su posible presa. No vuela muy alto, treinta o cincuenta metros a lo sumo. La veo hace días y no la reconozco, si alguien tiene la bondad de ilustrarme.

El bar de Morenilla está cerrado -lo extraño sería que estuviese abierto-, pregunto a un vecino que me ve pasar con cara de extrañeza y timidez manifiesta, por la fuente: "ahí bajo, junto al frontón", es una pregunta trampa, por establecer contacto, pero este se quedará así, sin más. Hay hombres de pocas palabras.

Salgo del pueblo en dirección al siguiente tras llenar la cantimplora. Me agacho -¡con lo que me cuesta!- de vez en cuando a recoger los cartuchos vacíos de los cazadores, hasta una caja han tirado. Y yo no veo tanta caza, en lo que llevo caminado habré levantado seis u ocho polladas de perdiz. Acabarán disparando a las señales. 

En lo alto de una loma, la figura espectral de un hombre vestido de negro, se recorta contra el gris acerado del cielo y los dientes de sierra de la sierra, al fondo. Semeja la muerte esperándole a uno en aquel alto. Cuando estoy a su altura lo escucho hablar por teléfono, levanto el bastón en señal de saludo, levanta la mano haciendo lo mismo, y sigue con su cháchara espectral. La cobertura escasea en muchos pueblos y nos convierte a muchos en figuras deambulantes, gesticulantes, voceantes en lugares insospechados.


Un tractor con un gran peine a su espalda labra un campo enorme en apenas unos minutos; desde que lo observo a lo lejos hasta que llego a su altura. El peine apareja un montón de arados en su dentadura, sobre este lleva una tolva que sirve -imagino- para sembrar el grano cuando corresponda, de la tolva parten tubos que dirigen el grano a cada uno de los arados, y en los laterales lleva unas barras que sujetan ruedas a cada lado para marcar la superficie ya trabajada. Va en una dirección, termina ese largo, gira, da marcha atrás, se resitúa y comienza el de vuelta. En la cabina llevan aire acondicionado y calefacción, radio, y algunos usuarios se llevan una nevera portátil: me consta. Este no es, ni mucho menos, el arado romano que usaban nuestros padres y abuelos. Me tienen fascinado estos dinosaurios y sus cacharricos. Mientras tomo fotos del tractor con el móvil nos sobrevuela veloz un helicóptero, nos encontramos en un tiempo nada medieval.


Como Judy Garland en el Mago de Oz -sin las coletas- atravieso el camino de baldosas (hojas en este caso) amarillas con que los chopos tapizan la senda junto al río Gallo. Entre Chera y Castilnuevo el olor a tierra húmeda, a ribera otoñal, cautiva mis sentidos. ¡Ya casi no pienso en tractores!

Acude a mi memoria el interés que puso la propietaria de la casa La Dueña, en el Pobo de Dueñas: "por favor, toma nota y denuncia cualquier anomalía del camino, cualquier error de señalización, inconveniente o mejora que veas. Házselo llegar a la organización para que lo modifiquen o corrijan". Detecto en sus palabras la necesidad de que la ruta cuaje, vaya hacia adelante, suponga un incentivo para estos pueblos desolados. También observo mucho cariño, esfuerzo, tiempo, vocación y amor puestos en cada detalle de esta casa.

Me siento cidiano. Arrostro el viento frío e intenso procedente de Albarracín bajo cielos de plomo y caminos polvorientos. Busco cuartel en Molina de Aragón.


Pero antes he de pasar por una fábrica de cerdos. Diréis que estos no se fabrican, no son cosas, pero habríais de ver como yo esta extensión enorme de naves valladas con alambre de espinos, barracones numerados con depósitos en cada extremo, pasillos entre ellos para distribuir el ganado, las piezas sacrificadas o por sacrificar. Incluso en el centro del complejo sobresale una chimenea, cual horno crematorio. Y es que esta instalación -sin hacer la asociación fácil de cerdos y judíos- recuerda vivamente a las imágenes que tenemos de los campos de concentración. Lo que no escucho son cerdos: o el negocio ha quebrado o los han sacrificado a todos.

Desciendo por fin el cerro que conduce a Molina. Desde la distancia impresiona la fortaleza colosal con cuatro torres almenadas y una más en lo alto: la torre de Aragón. Este enclave controlaba los pasos entre Castilla y Aragón en la antigüedad y es el acceso natural al río Tajo. De ahí su importancia estratégica y su defensa. Duele ver como caen en el olvido lugares y estructuras que tanto sentido tuvieron en otro tiempo.


Antes de entrar en el pueblo, una sorpresa. Un almacén de segunda mano de cacharricos para el tractor: tolva con molinillo debajo, rulos que recogen la maleza, cilindros aplastaterrones, peine con dientes de todos los tamaños y formas... un delirio. ¡Yo para ser feliz quiero un tractor!

En las calles de Molina, las huellas del futuro prometido: docenas de solares donde no se edificó, cubiertos de maleza y cacas de perro, farolas sin servicio, aceras sin paseantes e infraestructuras que se pudren al sol, a la lluvia. La España del ladrillo, la del pleno empleo de José María Aznar. Al otro lado del río, los chalets de quienes fueron listos, los que vendieron pronto; tal vez se despierten cada mañana con la amarga visión de los solares que no pudieron ser edificios. 


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