Tramo 3, etapa 5, Camino del Cid: las tres taifas, Calamocha-Monreal del Campo

Aún quedan hostales como el Molina en Calamocha. A la puerta te recibe un gran jamón que pende de una fachada lateral, ignoro si por la noche se ilumina para reclamo de los transportistas que transitan la nacional. Lo regentan dos mujeres latinas -tía y sobrina-, la una atiende el móvil mientras observa de vez en cuando el culebrón venezolano en la pantalla del televisor, la otra observa sus uñas decoradas que derrochan fantasía. Tras la barra, un muchachito chupa un refresco de naranja por una pajita. La habitación no puede ser más cochambrosa -o tal vez sí, todavía no he terminado la ruta-, dos camitas con cobertores azul cobalto llenos de bolas, una nevera tamaño cocina y un televisor encima, junto a estos un ventilador industrial. El diminuto baño -es posible lavar los dientes mientras se realizan aguas mayores-, no conoce el estropajo desde hace décadas; en la ducha se puede estar si uno no se enjabona los pies, de otro modo se golpeará en los lados. No es aconsejable. El precio de la habitación con desayuno incluido son 25 €, no me hubiera importado pagar más a cambio de higiene. Con el café del desayuno puedo elegir croissant o magdalena, me tomo el café y salgo pitando a desayunar a otra parte. Imagino que las chicas son empleadas de algún tarugo local, ahora, un poquito de brío sería de agradecer.

Saliendo de Calamocha -es lo más aconsejable: ¡jóvenes, busquen la estación!- el río Jiloca pone una nota de hermosura a su paso bajo el puente romano esta soleada mañana de octubre; el rumor del agua briosa en las acequias caudalosas, no merece el trato que los urbanistas locales les han dispensado: humillándolas, haciéndolas fluir entre edificios y paredones, o bajo mantos de matorral, como avergonzándose de la riqueza que atesoran: ellas, que con el flujo constante de sus aguas han  hecho de esta tierra dura un vergel de huertos y plantíos. 

Es un hecho incontestable, nos gusta el jamón pero no el olor a chancho, y en la zona todo huele así, si no son las granjas, son los purines que arrojan después al campo: enormes naves alimentadas por silos de maíz y agua que desembocan en una gran balsa donde se recogen los excrementos; estos se cargan después en cubas que lo esparcirán como abono que producirá maíz, cerrando así el ciclo. Como por el medio, estamos nosotros, ¡qué bueno está el chancho!


¿Somos lo que heredamos o lo que legaremos? Me detengo junto a una acequia rumorosa que riega un huerto primoroso. Al lado un gran campo de maíz dispuesto para ser cosechado. Árabes y americanos han ido a parar a mi foto junto al río Jiloca, que alimenta al Jalón, que alimenta al Ebro, que sale al Mediterráneo y me lleva hasta Arabia y a América después.

Un milano planea en el viento a una docena de metros sobre mi cabeza, me quedo con su cara, por eso sé que es un milano porque me lo ha dicho Internet. ¡De qué manera nos conmueve la naturaleza a los urbanitas!

"¡Y es que tienen que cortar los movimientos, no hay más!", asegura con autoridad el camarero que regenta el Hogar del Pensionista en el Poyo del Cid, "si no, esto no lo paramos". Imagino que se refiere a los movimientos de los demás, no a los suyos. Cuando después pasa a asegurar que "la vacuna ya la tienen, pero no la pueden sacar" me refugio en la poesía, tomo mi ejemplar del Cantar e investigo que unió al Cid y al Poyo.

Ayer, en Tornos, junto a Gallocanta, la propietaria del restaurante Las grullas, aseguraba lo contrario: "qué tenemos que ver nosotros con los de Zaragoza, ¡si están malos que los encierren!" E la nave va.
Ruinas de viviendas, techos caídos, solares abandonados, naves desvencijadas, infraestructuras en desuso, estaciones por donde ya no pasan trenes, ... fracasos, fracasos. Tal vez debamos aprender a fracasar bien. Aunque, no se nos puede acusar de no intentarlo. ¿Fracasarán mejor en otros países?





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