Tramo 3, etapa 8, Camino del Cid: las tres taifas, Molina de Aragón-Salinas de Armallá

¿Se alojarían en un hotel donde la propietaria les habla desde la ventana entornada en mitad de la noche, estando aún cargados con el equipaje a la espalda? ¿Dónde le impiden hablar con su marido y copropietario porque, "cogerá frío" (sic)?, ¿un establecimiento en que cuestionan de dónde viene, qué hace, adónde va? Un hotel en el cual el papel higiénico es de color rosa (!), el dispensador de jabón tiene forma de vieira y es azul, la lámpara de noche es estilo años veinte, pero de plástico, plástico... sobre el escritorio hay un cesto con plumas de avestruz, el mando a distancia está plastificado y frente a la cama hay un cuadro con seis mini toquillitas de ganchillo en diferentes colores. ¿Pasarían la noche en un sitio así, esperando a que aparezca Norman Bates con la toquilla de su madre? Yo lo hice, cuando esto escribo todavía lo hago. Con mucho gusto además, y muy agradecido. Por ser justos, lo cierto es que no me esperaban en el hotel Salinas: un cúmulo de errores no registró mi reserva y aparecí de esa guisa en un pueblo sin habitantes, en medio de la noche. Una vez alojado me indican que durante la madrugada las temperaturas están cayendo ya por debajo de cero, así que me siento afortunado por su hospitalidad, a pesar de las suspicacias que desperté en un primer momento: casi tanto como el Cid, cuando en el Cantar el moro Abengalbón le dio cobijo en Molina de Aragón. Y es que esta ha sido una jornada cidiana, verán por qué.


En Molina de Aragón no he podido ver su fortaleza más que desde fuera, para poder entrar hubiera de haber juntado a diez personas, como mínimo, un lunes de mañana con viento y frío en el pueblo, tarea imposible. En realidad, creo que no he llegado a ver siquiera a tantas personas a las nueve horas de este día. He callejeado por los barrios de la morería y la judería pegados al río Gallo, que atraviesa el pueblo y pone un poco de frescor en el verano y una hermosa paleta de color amarillo verdoso en este otoño pandémico. La morería está junto al río, es, por tanto, más húmeda, más fría en el invierno -aquí son de verdad-; la judería está una calle por encima, sus casas son recias, bien construidas, algunas en proceso de rehabilitación, otras muchas, ruinosas. Son casas particulares, sabré más tarde: los herederos no pueden pagar la reforma, el ayuntamiento no puede expropiar. Una pena. El consistorio ataca lo que puede, el pavimento. Este se halla en pleno proceso de reforma, y a esta hora lo ejecutan una pareja de ecuatorianos con maquinaria precaria. Lo hacen bien, con diligencia. A los españoles se nos caen los anillos. Lo menciono porque, en el bar del Pobo de Dueñas, un jabalí con ínfulas de presidente apuntaba: "lo primero, todos los inmigrantes fuera, a su puto país". Imagino que estaba dándole soluciones al nuestro: esos inmigrantes recogen la fruta que él se come, trabajan los campos, atienden a nuestros ancianos, cuidan de nuestros hijos, reparan las calles... Pero no apellidan Ronaldo, ay.


Pregunto en el hotel San Francisco, donde me alojo, por una obra de grandes dimensiones que se construye a la salida del pueblo: se trata del Parador, una promesa electoral que languidece desde 2006; los obreros siguen la tónica de Penélope: "hacen durante el día, deshacen durante la noche", me cuenta la recepcionista del hotel. El San Francisco es pródigo en información sobre el Alto Tajo, limpieza, desayunos abundantes y buen precio. El Molina de Calamocha debería traer aquí a sus empleadas a formarse.

Dejo Molina como un cruzado que parte a la guerra, me vuelvo a mirar sus murallas, sus altas almenas. La guerra no será tal, sino un deambular delicioso por un paraje natural que atravesaré con parsimonia, y mucho esfuerzo. Pasaré por Terraza, el pueblo sin cartel de entrada, que improvisa bancos con ladrillos y tablones, que hace macetas con bidones de gasoil recortados -primorosamente pintados de verde con franjas blancas, eso sí-. Me llegaré a Ventosa donde Ortega me salvará el día. Aparece en la plaza del pueblo con su enorme camión horadando las viviendas con el claxon. Una vez se detiene, el vehículo expande sus alas y en el interior aparecen dos mostradores con todo tipo de delicias cárnicas, cómo en el Corte Inglés: embutidos, cortes de pollo, cerdo, cordero, etc. Las vecinas -de pronto aparecen, no se sabe de donde- y yo nos damos la vez frente al paraíso. Esa mañana no llevaba fiambre en la mochila, solo pan; gracias, Ortega, por llenarme el bocadillo de buen lomo embuchado y mejor jamón de Teruel.


Asciendo Ventosa dirección Terulejo por una cárcava en mitad del monte, la lluvia ha soltado las piedras y el viento, las ramas de los pinos, todo junto ha dispersado las pocas marcas del camino. Me acuerdo de quien lo trazó por aquí con una sonora maldición que escuchan los buitres. Pero la felicidad no se obtiene sin pelea y, una vez arriba, sobre un altiplano entre pinos resineros, sabinas y encinares, escuchando el rumor del viento entre las hojas, aspirando el aroma del bosque y contemplando todos los colores de un otoño de postal, me siento de nuevo dichoso, un buhonero transportado al Medievo. 

En Terulejo me como los embutidos de Ortega sentado en el atrio de la iglesia. El silencio es mineral. Cuando me dispongo a irme llega un coche a la marquesina que la Junta de Castilla la Mancha tiene en el pueblo, se apean dos chiquillas con sus mochilas de colegial a la espalda; desde mi mochila de jubilado las miro, nos miramos, como seres de otro planeta. ¿Qué hará este aquí?, se irán pensando. ¿Cuánto tiempo aguantarán en este lugar?, me pregunto yo.

Sigo rumbo a destino, inquieto porque no se haga de noche en el camino. Se hará. Bajo una media luna sarracena atravesaré Tierzo, otro nivel: aquí, al clásico frontón, se suman, a la salida del pueblo, las pistas de baloncesto y futbito, el pádel, el parque infantil, el asador y la zona de mayores. Todo ello bien iluminado con grandes farolas. ¿Les tocaría la lotería? En estos pueblos más vale cumplir las promesas electorales, si no al pilón que te vas.

Y ya de noche entró agotado en las Salinas de Armallá, donde esta pareja de ancianos me ha recibido como ya conocéis. Épica cidiana.

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