Tramo 4, Etapa 1, Camino del Cid, La ciudad soñada: Teruel

Al final hube de agradecer a la guía de la Fundación Amantes de Teruel la sugerencia de visitar la iglesia del Salvador de la Merced: “su campanario merece la pena y no es necesario entrar al templo”, aseguró. Así tuve ocasión de conocer la ciudad extramuros —a pesar del amplio rodeo a que me condujo el navegador—, y apreciar otro aspecto “más de andar por casa” de este Patrimonio de la Humanidad. ¡No todo ha de ser mudéjar! Aunque resulte abrumador el ingenio y conocimiento técnico-artístico de arquitectos, albañiles y artesanos musulmanes habitantes de las zonas reconquistadas por los cristianos. Supieron integrar con elegancia y resolución materiales modestos —ladrillo, mortero, cerámica— para levantar edificios de una belleza exquisita, perdurable. Al contemplar torres, muros, arcadas, campanarios, ya sea desde el interior o el exterior de estos, uno intenta dar con la trama, la estructura capaz de sustentarlas a base ladrillos y yeso de manera armónica, ligera y robusta al mismo tiempo. Aunque es al entrar cuando se descubre el armazón de mortero que sujeta al conjunto y lo une a la fachada a través de las escaleras que llevan al campanario. Algunas de esas torres dejan pasar el tráfico bajo ellas, dan lugar a un elemento integrador, invitan a entrar. Sorprende ver las fotografías de los destrozos causados por los bombardeos durante la guerra civil, los escombros esparcidos por todos lados. En cambio, estas mantienen el tipo entre las ruinas, frágiles solo en apariencia, golpeadas y dignas.

Visito el conjunto mudéjar de San Pedro “incrustado” en una excursión de jubilados y me extraño al no sentir extrañamiento. Me siento a gusto entre ellos. Incluso hago preguntas para hacer ver que estoy atento a las explicaciones que se nos dan —tengo cuidado en los escalones donde hay que tenerlo, agacho la cabeza cuando debe agacharse; en fin, me sorprendo embobado ante la decoración del techo o las figuras (parece que se llaman ménsulas) de súcubos e íncubos—. Sorprendentemente integrado en el conjunto, solo me resta echar las manos a la espalda mientras camino, preguntar con insistencia por el baño, asegurar que en mi ciudad de origen existe algo mejor o sugerir soluciones expeditivas contra las palomas del campanario: “si yo fuera sacristán de esta iglesia no quedaba una”, afirma furioso un octogenario.
Con todo, su actitud es mucho más coherente que la obsesión que tenemos los padres por llevar a nuestros hijos a los museos. ¡No les gustan! ¡No disfrutan! ¿Por qué nos empeñamos entonces? Es un misterio. Lo he comprobado en infinidad de ocasiones y hoy ha vuelto a suceder en el Histórico Provincial de Teruel, magnífico, y gratuito, además. Estructurado en cuatro plantas donde se muestran la etnografía, cerámica, trabajos en bronce, hierro, orfebrería o legado de las culturas que han pasado por esta tierra dura y fría, los chavales mostraban el mismo interés que ante una botella de butano: ninguno. Corrían, saltaban, chillaban, se caían, y escuchaban entre bostezos las explicaciones de sus cansinas madres (también padres) “cuando Alfonso II conquistó Teruel…” Hasta hubo quien, ante una rueca que había en la sala dedicada a la cultura popular, preguntó a su hija, “¿te acuerdas de cuando Blancanieves se pinchó con una aguja?” (!) La niña respondió que sí, desde luego. En cualquier caso, merece la pena visitarlo, incluso con niños, aunque solo sea por merecer las vistas de la ciudad desde su terraza, una arcada que mira a la catedral y le hace sentir a uno como un príncipe medieval.

Parece ser que Fernando VII, a su regreso de Francia tras la guerra de independencia, se interesó por los amantes de Teruel y quiso visitar sus restos. Habían aparecido ocultos tras un muro durante unos trabajos de restauración en la iglesia de San Pedro. Entonces se mostraban —lo hicieron del mismo modo durante mucho tiempo— con un faldellín colocado sobre las partes pudendas de ambos; no se entiende muy bien por qué si los esqueletos carecen de sexo, no deberían resultar impúdicos, por tanto. Lo cierto es que hoy no se muestran de modo alguno, sino que descansan en un espléndido mausoleo, bajo una escultura en mármol que los representa y donde sus manos seguirán eternamente próximas sin tocarse. Me pregunto que pensaría el rey felón ante la visión de esta pareja, él que se caracterizaba entre otras cosas por su lascivia incontenible. Aunque, para amantes, me quedo con los juegos de amor adolescente de los chavales bajo los arcos del acueducto de la ciudad: una pareja de ellos se toma de la mano por vez primera, el resto grita “¡que se besen que, se besen! ¡Un besito, porfa!”. Tiernísimo. De aquí a unos años los vemos como los señores de la foto.

Comentarios

  1. Hola Miguel. Te felicito por este viaje. ¿Hay alguna forma de suscribirse al blog?
    Un saludo.

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