Tramo 4, Etapa 10, Camino del Cid, La ciudad soñada: Sagunto
Resulta sorprendente que
en una ciudad con el riquísimo pasado cultural, comercial e histórico que tiene
esta, la oferta de sus museos sea tan pobre. Es como si los restos de todos los
pobladores que pasaron por aquí se los hubiesen llevado a otro lugar. Tal vez
así sea y se encuentren en Valencia o Madrid. De otro modo, no se entiende que
en el Histórico tengan tan pocos fondos: apenas un toro en piedra de origen
íbero, pequeñas figuras en bronce de la misma procedencia; algunas basas de
columnas y vajillas romanas, un par de mosaicos; unas cuantas joyas y
utensilios judíos, en fin, poco más. Ningún vestigio árabe, cartaginés,
visigodo en un espacio que es, además, bello y amplio, situado a los pies de la
judería, el teatro romano o la fortaleza. Es agradable visitar el barrio, las
callejuelas estrechas y sombrías conservan cierta armonía y tranquilidad que no
se aprecia en el resto de la población. Sus calles adoquinadas con canaletas de
barro cocido al centro para que escurra el agua de lluvia; los balcones
abiertos, repletos de plantas, las fachadas encaladas y el aire apacible que
propicia el vagabundeo tranquilo, se agradecen: casi no se siente el rumor
constante de la cercana autovía del Mediterráneo, con su deambular permanente
de mercancías que suben y bajan del resto de Europa.
También en el teatro romano. Aunque rehabilitado en su mayoría, —el
graderío o el escenario parecen haber sido levantados antes de ayer—, los
restos de columnas, capiteles o decoración que se han ido encontrando parecen
estar en el lugar original. Su reconstrucción fue polémica, se acusó al estudio
de arquitectura que llevó a cabo la obra de haber levantado un teatro nuevo
sobre las ruinas del anterior. El caso estuvo paralizado durante años, e
incluso llegó a fallar el Tribunal Supremo ordenando el derribo de las mismas.
Parece que no se llevó a cabo tal derribo. Ahora bien, sentarse en lo
alto de las gradas y contemplar el magnífico escenario; imaginar una representación bajo el aroma de los pinos en verano, tal
vez refrescado por la brisa marina después de una jornada de calor húmedo y
sofocante mientras se disfruta de una obra clásica, ha ser una experiencia
única. Después de todo, con las sucesivas invasiones bélicas o comerciales que
sufrió Sagunto a lo largo de la historia, también llegó la cultura; el teatro
grecolatino, al que dedican amplio espacio en la casa de los Berenguer. Allí se
muestran vestidos, armas, atrezzo, personajes, descripciones pormenorizadas de
lo que significó la irrupción de este espectáculo total en la vida de
Occidente. Basta tirar una línea entre la vieja Sagunto, Agrigento o Atenas
para ver que las une el mismo mar, las mismas pasiones, anhelos y
circunstancias.
La fortaleza ya es otro cantar *. En lo alto del último cerro de
la Sierra Calderona, antes del mar, constituye una defensa natural frente a
cualquier invasión. Así lo vieron quienes la habitaron en el pasado, desde los
primeros asentamientos íberos hasta la guerra civil española. Hoy promete más
de lo que ofrece. Sus muros, vistos desde la distancia, evocan batallas,
asedios, gestas. Una vez tras ellos lo más memorable es la vista desde esa
altura: las poblaciones de Almenara al norte o Valencia al sur, los restos de
la vieja ciudad siderúrgica y la mencionada autovía o, sobre todo, los vastos
cultivos de naranjos que la circundan hasta llegar al mar. Pero el enclave
militar en sí —mucho antes foro romano— se muestra descuidado, sucio, lleno de
vegetación; con los pocos edificios que aún se mantienen en pie, indignos y
olvidados.
Llama mi atención el área del mercado de baratillo. Como en muchas ciudades
de este país lo llevan, en su mayoría, personas de etnia gitana —antes, gitanos
sin más, tampoco menos; ahora, el lenguaje inclusivo obliga a la distinción—,
los reclamos son los mismos en Sagunto, en Vigo, o en Bilbao: “¡vamos, que la
que sabe se aprovecha!”, “¡lo tengo barato, cariño!”; la salvedad en este lugar
es el número de mujeres que visten hiyab y túnicas al uso islámico,
significativo. Pasaba igual en Teruel. Me pregunto qué pensarán estas mujeres de la
polémica que sacude Irán a raíz de la muerte de Masha Amini y se reivindica en
todo el mundo, también aquí, con cortes de mechones de pelo por parte de mujeres
célebres. ¿Podrán ellas expresar lo que opinan en sus casas, ante sus maridos?
*Inserto una nota textual de la visita de Giacomo Casanova (extraída de su
autobiografía, Historia de mi vida) a la ciudad de Sagunto en el año
1770, en que visitó la ciudad durante su estancia en España. Esto es lo que
ocurrió:
Yendo de Zaragoza a Valencia, donde había prometido a doña Pelliccia pasarme por esas fechas, vi sobre una eminencia la antigua ciudad de Sagunto. (Eminet excelso consurgens colle Sagnthos; «Sobre la alta colina, se alza, eminente, Sagunto». Polibio III)
—Quiero subir ahí arriba —le dije a un cura que estaba conmigo y al cochero, que quería llegar a Valencia por la noche y prefería el interés de sus mulas a todas las antigüedades del globo.
¡Cuántas objeciones, cuántos reproches de parte del cura y del cochero!
—No veréis más que ruinas.
—Cuando son antiguas, me gustan más que los bellos edificios modernos. Aquí tenéis un escudo; mañana iremos a Valencia.
El cochero dijo que yo era hombre de bien.
Vi las almenas en lo alto de las murallas que se hallaban intactas en gran parte; sin embargo, era un monumento de la segunda guerra púnica. Vi inscripciones en dos puertas, incomprensibles para mí y para muchos otros… La admiración de ese monumento de todo un pueblo que tuvo el coraje de quemarse antes de faltar a su lealtad a los romanos rindiéndose a Aníbal, arrebató mi ánimo, e hizo reír al cura, que no hubiera querido decir una misa para convertirse en dueño de aquel lugar, del que se ha destruido hasta el nombre que se habría debido respetar y que es más cómodo de pronunciar que Morvedro1, que aunque venga del latín no me gusta; pero el tiempo es un monstruo indomable y feroz que quiere devorar todo.
—Este lugar —me dijo el cura—se llamó siempre Morvedro.
—Eso es imposible, porque el sentido común no permite dar el calificativo de vieja a una cosa que, cuando nació, debió de ser nueva. Es como si me dijese que vuestra Castilla la Nueva no es vieja porque se llama nueva.
—Y, sin embargo, es cierto que Castilla la Vieja debe ser más antigua que la Nueva.
—Señor abate, eso no es así. La Nueva nunca será Vieja, y la Vieja es menos antigua que la Nueva.2
El cura, entonces, dejo de hablar y me tomó por loco. En vano busqué la cabeza de Aníbal y la inscripción en honor de César Claudio, sucesor de Galieno, pero vi los vestigios del anfiteatro.3
1 Tras la reconstrucción de los romanos, Sagunto pervivió durante la Edad
Media, convirtiéndose luego en un pueblo desierto que se llamó Morviedro (de muri
veteres, «muros antiguos»). En 1868 Morviedro, que en 1803 tenía 6.000 habitantes,
recuperó su antiguo nombre.
2 En realidad en el siglo VIII ya existía un condado de Castilla, que se convirtió
en reino tras fusionarse con León; a ese reino Alfonso VI de Castilla sumó en
1080 todos los territorios que había conquistado a los árabes, dándoles nombre
de Castilla la Nueva y trasladando su residencia de Burgos a Toledo (1085). Fue
entonces cuando se dio el nombre de Castilla la Vieja a los territorios
antiguos.
3 Todavía quedan en pie vestigios del antiguo anfiteatro de Sagunto, que se
arruinó durante el siglo XVIII, fue el conde de Aranda quien nombró un comisario
conservador para impedir que se cogieran sus piedras para la construcción
de casas.
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