Tramo 4, Etapa 7, Camino del Cid, La ciudad soñada: Caudiel-Altura

La senda que recorro entre Caudiel y Altura es, de nuevo, un tramo de la Vía Verde que viene de Ojos Negros (Teruel) y termina en Albalat de Taronchers, ya casi en Sagunto (Castellón). Este día he tenido el placer de conocer a Juan Barrachina, ideólogo, diseñador e impulsor de esta ruta que recupera el antiguo trazado del ferrocarril de vía estrecha entre esas dos localidades para disfrute público; bien sea caminando, en bicicleta o a caballo esta vía sumerge a quien la visita en la huerta y el campo mediterráneos. En el entorno se cultivan olivos y almendros; frutas y hortalizas. Los sembrados se separan unos de otros con higueras y cañaverales. El agua corre impetuosa entre ellos. Antes, también lo hacía el tren. 

Corría el año 92 y, al arrimo de la olimpiada y el oído algo más dispuesto de la administración, Barrachina —antiguo trabajador de la empresa RENFE— presentó este proyecto que comenzó a andar con timidez. Esta mañana de domingo del mes de octubre, treinta años después, al menos cincuenta personas en bicicleta o caminando se han cruzado en mi camino, lo que indica que es útil, la gente lo disfruta. Pero no toda la antigua vía está habilitada como sendero, aún queda mucha labor por hacer. Juan sigue bregando con la burocracia y los representantes públicos para que se concluya. En lugares como Jérica se encuentra una amplia y sólida vivienda que daba servicio a las instalaciones. Sus muros, tabiques y ventanas siguen en perfecto estado, excepto por el desplome del techo al dejar de habitarse—. Hoy, árboles y matorrales crecen en su interior causando profundo desasosiego: unas mezquinas mesas, cuatro apoyos para la bici y una papelera, constituyen toda la oferta de servicio. “Parece que desde la Generalitat Valenciana se gaste más dinero en promocionar la senda que en ampliarla o mejorarlos”, indica Juan con pesar. No hay albergues, hostelería, fuentes o personal encargado de atender a aquellos que la publicidad o la curiosidad lleva hasta allí. 

Barrachina me cuenta, además, que ha trazado y señalizado algunos de los tramos del Camino del Cid, en particular aquellos que pueden recorrerse en bicicleta, práctica que él disfrutó con pasión. Sonrío al recordar los tramos difíciles y los juramentos que profiero al ascenderlos —también en alguna bajada, sirva como ejemplo la que me condujo a Olba—: ¡Por fin le pongo cara a uno de los responsables! Él ha debido atender, durante el diseño, al conocimiento del personaje histórico de Rodrigo de Vivar; al poema épico del Cantar del mío Cid, y, lo más complicado, tratar de contentar a las ocho provincias por las que discurre; a las tres comunidades autónomas y a los innumerables pueblos a los que no viene mal que los visiten. Un trabajo épico y poco agradecido. 


Cuando me siento a descansar en uno de los bancos de la vía observo a las hormigas a mis pies, recogen las migas que caen de mi bocadillo. Se las apañan para tomar en sus bocas pedacitos de pan que duplican su tamaño. Buscan la manera de elevarlos y disponerlos hasta que consiguen morderlos e iniciar el camino de regreso al hormiguero. Las sigo con la mirada y compruebo que atraviesan, en ajetreada hilera y en ambos sentidos, los cuatro metros de calzada que las separan de su vivienda. Intento imaginar, desde su perspectiva, lo que supondrá para ellas abrirse paso entre la hierba con su preciada carga. Esa, que hace un minuto estaba junto a la punta de mi bota, ha logrado pasar al otro lado (la distingo por la “enorme” miga contra la que peleaba), está a punto de internarse en su cueva. En sentido contrario, la sigue un batallón de compañeras que no dejarán ni rastro de mi rastro. Pienso que, si en ese momento llegase un grupo de ciclistas, me interpondría animándolos a pasar por uno de los lados, tan afanosas las veo. Más tarde me alejo reflexionando sobre lo que deberíamos aprender las personas en cuanto a colaboración: ellas utilizan el olfato para seguirse unas a otras; nosotros, el interés.



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