Tramo 4, Etapa 4, Camino del Cid, La ciudad soñada: Mora de Rubielos-Olba


La jornada concluye hoy en el pequeño pueblo de Olba. Está todavía muy lejos, pero no soy consciente de cuánto. De haberlo sabido es posible que no hubiese iniciado la caminata. Pero así son las cosas en la vida, a menudo el desconocimiento juega a nuestro favor, aunque no lo sepamos de antemano. El pueblecito, lo supe ya entrada la noche cuando callejeaba agotado por sus calles camino del Molino de Olba, es la patria chica de Manuel Pertegaz, modisto de talla internacional e hijo adoptivo del lugar, además de otras grandes capitales de todo el mundo. 

Pero antes de Olba se encuentra Fuentes de Rubielos, y aún antes, Rubielos de Mora; hermosas poblaciones de Teruel en las estribaciones de Castellón. Por allí el río Mijares baja socavando los barrancos hasta represarse en Puebla de Arenoso. El paisaje alterna serranías de monte bajo y pinar, con grandes extensiones de cultivo de trufa de una belleza conmovedora. Atravieso una de ellas completamente mecanizada —en lo que se refiere a regadío y vigilancia; las cámaras, y el gesto de tener que abrir y cerrar la verja manualmente bajo advertencia de perros peligrosos, en un terreno enorme y vallado, resultan inquietantes—, al abandonarla cierro la puerta al otro extremo con un gran sentimiento de alivio.

Atravieso un frondoso pinar en el que empiezan a verse “rebolloneros"— como llaman a los recolectores de setas por estos pagos— cargados de cestita y entusiasmo. En algún comercio me han preguntado si era esa mi intención al verme pertrechado de bastones y ropa de montaña: parece que el entorno de Rubielos de Mora es bien conocido de los aficionados a la micología. En la bajada desde el barranco que conduce al pueblo he visto unos cuantos hongos. Opté por dejarlos en su sitio: no distingo los comestibles de los que no lo son aunque tuviesen debajo a los enanitos indicándolo. Pensaba más bien en la apacible sensación de comunión natural que transmiten estos bosques, sus sonidos, el rumor del viento bramando entre los pinos al paso de la borrasca que se cierne sobre el resto del país. Mas, toda esa carga de emotividad poética se vino abajo cuando, en el tramo siguiente, hube de ascender a lo alto de un barranco entre vueltas y revueltas de la ruta. Toda la lírica se fue por el sumidero de la imaginación mientras maldecía a los que trazaron el Camino. Una vez en lo alto, agradecí: contemplar desde allí el valle cubierto de terrazas hasta llegar a Rubielos basta para justificar el esfuerzo de toda la etapa. Hubo un tiempo en que la gente levantaba bancales y cultivaba metro a metro. Arrancaba a la tierra cada mendrugo de pan que se llevaba a la boca. Esa labor titánica, colosal, me lleva a avergonzarme de mi pequeño esfuerzo.

Ya en Rubielos (de Mora) llama mi atención el camarero del bar donde almuerzo: de vez en cuando asoma a la puerta y olisquea el aire igual que un gamo. La lluvia supone recolectores, trabajo. Parece que de momento, y según su instinto, esta no quiere presentarse. Lo agradezco íntimamente, pero no se lo digo. Insiste en la preocupación por la falta de precipitaciones, en la necesidad de agua que tiene el campo. Por esta zona acostumbran a verse grandes bolsas con toma para ser rellenadas desde una cisterna; después, se liberan hacia los sembrados mediante sistemas de goteo. En cambio, alguna pequeña plantación de maíz (!) convive con advertencias en albercas y fuentes: "prohibido lavar los coches", "prohibido coger agua con cubas de la balsa y lavaderos", "agua no conectada a la red". Estamos en la cuenca del río Mijares y, a pesar de ello, el agua escasea desde siempre. Acuden a mi memoria las acertadas palabras de Joaquín Araujo: "somos agua que echó a andar". Sin ella, nada es posible.

La bajada se complica en el descenso hacia Olba: todavía me encuentro en el Alto de la Jipé y comienza a oscurecer. Desde una altura de casi mil metros el río serpentea entre quebradas a las que acongoja asomarse. Son el hogar de la cabra montés, del buitre leonado, el águila culebrera o el halcón peregrino, según reza un cartel junto a la senda que conduce al valle. ¡Solo falta el quebrantahuesos! Me evoca recuerdos de Félix Rodríguez de la Fuente y sus programas televisivos, aunque, en este momento, solo deba pensar en no quebrantar los míos. Llegaré al molino de noche, iluminando el sendero con la linterna del móvil. La oscuridad se perfuma de olor a higueras, nada más se escuchan el rumor del río próximo, y la agitación de los cañaverales. Prem Sambhavo, propietario del albergue, aguarda paciente mi llegada.

Corolario: hay que echarse al camino con curiosidad y un punto de inconsciencia, de otro modo no sabremos de la belleza que encierra su recorrido.

Nota. ¿Qué hubiera ocurrido si Pertegaz no se echa al mundo y toma una aguja entre los dedos? Imagino esta pequeña aldea en 1918, el año de su nacimiento; la miseria que podría haber en sus casas para que sus tomaran el tren a Barcelona. Lo demás es historia de la moda.

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