Tramo 4, Etapa 9, Camino del Cid, La ciudad soñada: Algimia de Alfara-Sagunto

Camino por la carretera que lleva a Sagunto al atardecer. Se recorta a poca distancia la línea de muros y almenas que se levanta sobre el cerro de la ciudad de Murviedro: así se llamaba este lugar en tiempos del Campeador, y así continúo haciéndolo hasta el siglo XIX; así aparece en el Cantar, y múltiples son las referencias al término que se encuentran en la zona. El club de tenis de Morvedra, por ejemplo, donde acuden en moto o bicicleta los deportistas del entorno a entrenar o jugar una “pachanga” de fin de jornada en medio de los campos de naranjos. Dejo atrás una antigua nave industrial frente a la que hay aparcados una docena de vehículos de segunda mano, se aprecia en el aspecto y antigüedad de los modelos. Varios hombres de raza negra vacían el maletero de uno de ellos de sacos de red amarilla, similares a los utilizados para portar almejas en cualquier lonja de pescado. “Esta actividad no parece adecuarse a ninguna medida sanitaria”, pienso mientras respondo a los ánimos que me dedican al paso. Entonces, caigo en la cuenta de que la nave a la que acceden con las bolsas no es un frigorífico o depuradora —estamos a un par de kilómetros del mar—, sino una antigua nave industrial abandonada que emplean como vivienda. Lo que introducen hacia el patio donde se distribuyen sillas y mesas en estado precario son, ¡sacos de caracoles! En apenas quinientos metros conviven sin mezclarse —tal vez sí, en el campo, como patrón y jornalero— dos modos de vida.

En una nave, a la salida de Benavites, una docena de hombres de color (negro) separa manualmente naranjas en cajas. Se sientan a la sombra de un rácano tendejón en la entrada. Cuando juntan unas cuantas, otro hombre de color (blanco) las retira con una carretilla elevadora hacia el interior de la nave. Unos kilómetros más adelante hacen lo propio otras personas en la trasera de un camión, junto a la ermita de Santiago, a pie de sembrado. Un grupo de subsaharianos carga cajas en un remolque hasta llenarlo, son supervisados por dos europeos. Uno es el conductor del vehículo y tiene aspecto del Este: rubicundo, espigado, delgado; el otro es valenciano, alto, moreno y grueso bajo el sombrero de paja: despacha órdenes altisonantes en su lengua que los africanos acatan sin dudar.

Las acequias, ese tesoro dejado aquí por los musulmanes, aparecen en puntos muy concretos colmadas de desperdicios: latas de conservas, refrescos, agua, zumos, chocolate, cajetillas vacías de tabaco, rara vez alcohol —lo prohíbe el islam—. Están fuera del terreno, junto a los caminos, donde los trabajadores se sientan a descansar en los muretes de los cursos de agua inutilizados. De estar en servicio no habría un solo deshecho. El agua que riega estos campos llega al pie de los frutales con gomas a presión que la distribuyen gota a gota. Hay empresas especializadas que se dedican a esa actividad, y a otras muchas en relación con los cultivos (además de gran variedad de naranjas, higueras, aguacates, limones, mandarinas, todos en producción intensiva): tratamiento de plagas y enfermedades, transformación de fincas, planes de fertilización, venta de la cosecha, poda, riego, etcétera. Da la impresión de que baste con disponer del terreno, pues, según reza la publicidad de alguna de ellas, uno podría ser productor de cítricos sentado en una terraza de la Gran Vía de Madrid. Queda muy lejos la imagen del labrador trabajando el campo entre el ramaje, bajo un sol de justicia que proyecta grandes sombras en los bancales, y con el agua corriendo alegre por las acequias.

En la batalla de Cuarte el Cid derrotó a las tropas almorávides lanzando bulos acerca de la ayuda inminente que estaba a punto de recibir del rey Alfonso VI. Al tiempo, en una feroz espolonada, lanzó sus huestes contra la vanguardia musulmana que se acercaba a la ciudad de Valencia; además, en una arriesgada cabalgada nocturna se situó a la retaguardia del ejército enemigo, dando un rodeo de muchas millas para no delatar su presencia, sorprendiéndolos en una maniobra envolvente. El sobrino de Yusuf ibn Tasufín, Muhammad ibn Aisa, hubo de volver grupas y olvidarse de su propósito; de Murviedro, o Albarracín, o de tantas otras taifas que pagaban parias a Rodrigo de Vivar y pasarían a llenar las arcas del líder almorávide, Tasufín. Parece que era aquel un mundo peligroso y hostil, unos y otros, moros y cristianos, servían al mejor postor; los reinos cambiaban de manos con rapidez inaudita en el último cuarto del siglo XI; los reyes eran decapitados o cubiertos de cadenas de un mes para el siguiente si no encontraban valedor que empuñase la espada por ellos. Le ocurrió al rey taifa de Granada, y a su hermano, el de Málaga: por las mismas fechas los dos perdieron sus reinos a manos de Aisa y pasaron al Magreb desposeídos, olvidados.

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