Tramo 4, Etapa 3, Camino del Cid, La ciudad soñada: Puebla de Valverde-Mora de Rubielos

Con una alegre jotica mañanera se despiertan hoy algunos vecinos en La Puebla de Valverde. Parece que la municipalidad acostumbra a dar los avisos precedidos de esta entrañable música aragonesa: “en el Portón se vende todo tipo de ropa interior, fruta, y verdura. Por otra parte, el cementerio permanecerá abierto hasta las ocho de la tarde esta temporada”, anuncian antes de continuar con la jota. Saliendo del pueblo colina arriba me palpo el bolsillo donde guardo el móvil por saber si lo he colgado bien. Antes me da alcance el hostelero que me alojó esta noche. No le he devuelto la llave de la habitación. “Menudo anuncio”, le digo. “¿No se hace así en tu pueblo?", pregunta. Mejor que no se entere nuestra alcaldía, seguro que lo pone en práctica.




El paisaje cambia de nuevo. Los extensos pinares de ayer dan paso a grandes superficies agrícolas donde se cultiva la trufa. Se inyecta el hongo en la raíz de las carrascas y cuando crecen las desarrollan. Solo hay que tener paciencia. Algunos productores alternan hileras de carrasca con otras de lavanda en superficies de varias hectáreas. Los cultivos se rodean de bosques de encinas y sabinares en una bucólica estampa que, supongo, dejará buenos dividendos en la comarca. En Mora de Rubielos no en vano, existe un lujoso hotel termal llamado La trufa negra, donde la promesa de relax en sus instalaciones contrasta con el mal gusto de su página web, siempre en mi opinión.

El camino discurre entre las riberas y el cauce del río Mijares -seco en algunos de sus tramos-. Escuchar el sonido de las hojas al caer desde los álamos -de un amarillo vibrante a esta altura de la estación-, sentir el crujido bajo los pies de las que se han secado ya, o disfrutar del aroma antiguo que desprende el chopo al otoñar, es un regalo que la naturaleza me hace este día. De pronto, pasa una libélula irisada, la acompaño un instante con la mirada y se pierde, apresurada, entre las hojas que caen. No recuerdo el tiempo que llevaba sin ver una. Al tratar de vadear el río observo a tres corzos que bajan a beber en la orilla. Me detengo. Avanzan. Cuando están a punto de meter el morro en el agua, el que abre la fila alza la cabeza y comienza a olisquear el aire. Sus orejas se ponen puntiagudas, los ollares se contraen, sus tiernos ojos de cervato se clavan en mí. Me han descubierto. Trato de tomar una foto y el ruido que hago al buscar la cámara termina por asustarlos, huyen colina arriba. Allí el extraño soy yo.


En el entorno del pequeño embalse de Valbona -cabe en la mirada, la presa no levanta más que unos metros, y está rodeado de marjales-, aisladas y armoniosas casitas de piedra con tejado a dos aguas; mimetizadas con el paisaje, parece el lugar idílico al que cualquiera soñaría con retirarse. ¡Qué noches estrelladas no se verán desde allí! Antes, he dejado atrás el esqueleto de madera de una casa en construcción; frente a ella, una caravana con un toldo al costado; al lado, un tendal con ropa secando al sol; detrás, una huerta bajo un invernadero repleto de verduras. ¡No hay cómo tener fe en un proyecto!

A un kilómetro de Mora, una “especie” en extinción: el vertedero. Solo he visto otro en los más de mil kilómetros recorridos hasta la fecha. En el fondo y las laderas de un barranco, miles de botellas de cristal, algunos neumáticos de tractor, docenas de palés desvencijados, retretes rotos, etcétera. Me pregunto si los vecinos -o quienquiera que sea- tiene derecho a hacer eso. ¿Acaso les pertenece el lugar? Y, de ser así, ¿no tendrá el municipio la obligación de clausurarlo y recogerlo? ¿Basta con poner el cartel “Se prohíbe tirar escombros”? ¿No tendrán una corresponsabilidad para con el peregrino, caminante, turista o lo que quiera que seamos quienes dejamos dinero en sus hoteles, bares y restaurantes?

Al visitar el castillo de Mora de Aragón, bajo sus muros inexpugnables -reconozco que la expresión es un lugar común, pero cuesta creer que esta mole de piedra haya sido expugnada alguna vez-, estremece pensar en los soldados que alguna vez trataron de tomarlo. En su magnífico patio porticado se puede apreciar una colección de armas de asalto -a escala real e imaginaria-, donde se da cuenta de esa forma de horror que nos acompaña desde siempre: la guerra. Catapultas, arietes, brocas gigantescas (!), escudos, torres de asalto; arcos, flechas, cotas de malla, armaduras, porras con pinchos, palomas mensajeras con sustancias incendiarias colgando de sus cuellos (!!). Todas fueron usadas alguna vez por árabes, griegos, romanos, godos, iberos… Sobrecogen solo con mirarlas, la precisión, crueldad e ingenio que hemos puesto para matarnos a lo largo de la Historia. Una de esas torres está datada en el 2000 a.C., la usaban ya los egipcios. Todas esas máquinas tienen en común, además de su finalidad, el hecho de llevar ruedas. Me pregunto si la rueda no se habrá inventado con el único objetivo de trasladarlas; si los usos que se le han dado después en los -escasos- periodos de paz no serán una impostura. Al parecer, una de las armas que está cambiando el curso de la guerra en Ucrania es un camión (con ruedas) y seis misiles encima: HIMARS, se llama.

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