Tramo 4, Etapa 11, Camino del Cid, La ciudad soñada: Sagunto-El Puig

A la salida de Sagunto, junto al cementerio, camino por un tramo de la antigua Vía Augusta, la que conduce de Sagunto a Puyol. A los lados de la vía —asfaltada, antes vía del tren, hoy vía verde— montones de latas de cerveza vacía, es como si los antiguos romanos fuesen arrojando los envases desde las cuadrigas tan pronto los consumen. Esta mañana de jueves solo pasan grupos de jubilados en bicicleta.

Bajo un naranjo, música latina a todo trapo. Cuando llego al lugar, un hombre joven, de aspecto colombiano, escucha reguetón mientras descarga de naranjas un árbol a velocidad endiablada hacia un capazo. Usa las manos para recoger la fruta, los pies para avanzar el capazo, los oídos para escuchar, y la boca y los pulmones para cantar a coro con la música: “Así se trabaja mejor, paisa”, asegura sonriendo.

Más adelante una reforma de baño completa: a los pies de la autovía del Mediterráneo, junto a cañaverales y naranjos, bañera con jacuzzi, bidé, y retrete; armarito de tres cuerpos con espejos, toalleros, cascotes, escayolas, y algún saco de cemento seco. Desentona una puerta de frigorífico al lado de los demás desechos, excepto que los propietarios tuviesen nevera en el baño. ¿Será lo que se admire en el futuro en los museos?

Al llegar a El Puig, camino del hotel, docenas de estructuras metálicas en las puertas de comercios y viviendas. Fuertes barras de hierro o madera se fijan a las paredes de entrada y se abaten para permitir el acceso. Se repiten en el trazado de algunas calles. En una de ellas dos grandes contenedores negros en medio de los cuales hay una rampa de bajada hacia su interior. Tienen portezuelas laterales a sus extremos, y un cabo para tirar de ellas y abrirlas desde lo alto. Cuando levando la vista a los balcones, de muchos cuelga la bandera de España estampada con un toro negro a modo de escudo: estamos en la parte del país que disfruta los encierros. La escritora Rosa Montero, antitaurina furibunda, asegura que en treinta años no habrá toros en calles y plazas. Cuesta creerlo.

Contrastes. Dos cibernautas de aspecto europeo se relacionan a través de sus portátiles con el mundo o entre ellos, cualquiera sabe. A un metro de distancia, cuatro tarugos hispanos cuentan anodinas aventuras y desventuras de recolectores a gritos, mientras vacían tercios de cerveza y consumen cacahuetes. No hablan inglés, no está en sus planes, ni lo estará nunca. Cuando un jubilado británico intenta en la barra del bar que le sirvan un café con leche y unas tostadas con mantequilla y mermelada, trata de apoyarse en uno de los recolectores, el que le ha tocado ir a renovar existencias: “Yo no hablo inglés, solo eghhpañol”. Al camarero tampoco le pagan por conocer idiomas (en un lugar donde gran parte de la clientela es extranjera). En realidad, ni siquiera los recolectores hablan castellano, sino una mezcla entre este y un valenciano plagado de localismos, arrastrao, tosco, y vulgar. El camarero no hace mucho esfuerzo por entender a los ingleses: él cobra por “vestir la mesa” —“en España se dice cuando vamos a comer”— y ofrecer el menú. Los británicos solo desean un pequeño sándwich. No toman menú, ni hacen siesta, ni comen mucho. Han desayunado fuerte en el bufé del hotel. El camarero va a lo suyo, “grita” el menú: “de primero, paella valenciana o ensalada valenciana; de segundo, sardinas con verduras, muslitos de pollo al ajillo o secreto ibérico con patatas. ¿Ensalada Valenciana? Cuántas, ¿solo dos? ¿Para beber? ¿Fanta? Y el café con leche y las tostadas de antes, ¿no?” Cobardemente, desisto meterme en ese jardín y hacer de modesto intérprete: después de cuatro horas de caminata solo deseo terminar mi cerveza y meterme en la ducha. 
“De no haber puesto al Duque de Medina Sidonia al frente de la Armada Invencible —pienso con marcado cinismo patriótico y casposo— ni británicos ni camarero tendrían problemas con la lengua”.


Comentarios