Modelo 77
Decía mugre y represión; pero, por encima de todo, ausencia
de dignidad y su contraria.
La primera la ejercen los funcionarios al servicio del Estado; garantes de una forma de aplicar y entender la “justicia” basada en el miedo, los privilegios, las delaciones, el clientelismo, la cobardía, y, por encima de todo, la violencia. Amparados en una maquinaria política que, aun en ausencia del dictador, perpetúa comportamientos que tratan —y logran—someter a la sociedad durante cuarenta años: desde el final de la guerra civil española hasta su muerte. Toda la escala funcionarial, del director de la prisión al último carcelero, pasando por los abogados de oficio, o los políticos ambiciosos con afanes de cambio en una institución que desconocen, desfilan por la pantalla, radiografían con acierto una época de nuestra historia reciente, vergonzosa. «En las prisiones se hace lo que dicen los funcionarios», argumente un preso cuando es entrevistado por uno de esos políticos arribistas. Se suceden las palizas ante la mínima sospecha de infracción, los secuestros para conseguir información; brutales, represivos porrazos ante cualquier demanda de mejora; traiciones, traslados forzosos, delaciones; asesinatos, privilegios consentidos. Todos en ese organigrama funcionarial, componen una malla tupida donde no cabe siquiera un gesto de compasión, reflexión, autocrítica frente a una actividad que ejecutan en la impunidad, envilecidos, deshumanizados, reafirmados.
Frente a ellos, o, mejor, bajo sus botas y porras, los presos. Sometidos a abusos, favoritismos y corruptelas de aquellos, hacen y dejan hacer a criterio de quien los vigila y reprime; hasta que reciban orden de imponer de nuevo la autoridad del Estado y todo vuelva a quedar como estaba. El colectivo C.O.P.E.L., creado y organizado desde el interior de las prisiones, buscaba la amnistía con la llegada inminente de la democracia. Esos dos años se hacen eternos, a pesar de los vientos de cambio, de la tibia llegada de libertades al exterior (desde las celdas se ve, huele y escucha el rugido de la ciudad: una doble condena para quien permanece tras los muros), no se dejan sentir en el interior. Los miembros del colectivo se organizan, rebelan, autolesionan desde una precariedad y valentía inimaginables; tratan de convocar a una prensa que se hace eco de sus reivindicaciones con escaso resultado; se amotinan, se suben al patio de la prisión desde donde los ciudadanos puedan verlos —lo hacían desde ventanas y balcones próximos, algo impensable hoy día—, ¡y solidarizarse! Nada parece cambiar en el interior, donde el colectivo continúa sufriendo humillaciones, algunos de sus integrantes caen en la desesperanza, claudican; otros, antes cínicos, despiertan, se aferran a la lucha como única opción.
Ese es, a mi entender, el mensaje más poderoso que logra trasladar
la proyección: los distintos vaivenes a que puede estar sometido el ser humano
en una situación de encierro forzoso, la manera en la que el tiempo va haciendo
mella en unos y otros hasta lograr uniformizarlos, envilecerlos,
deshumanizarlos. Incluso los funcionarios, aparentemente en libertad, son presos de la ausencia de dignidad y servilismo atroz que gobierna sus vidas.
El resto es suciedad, chinches, olor a Zotal y latas de sardinas. Lo único que tiene sentido es la huida.
A pesar de la dureza de sus imágenes, deja un regusto de oficio formidable en el trabajo de sus actores, director, técnicos y producción; ha de ser endiablado coordinar a un equipo tan grande en un lugar como aquel. El inefable Javier Gutiérrez está, como acostumbra, al servicio de un personaje lleno de matices y extraordinariamente caracterizado. Sorprende Fernando Tejero, comedido y siniestro hampón "talegero"; aunque, para mí, la verdadera sorpresa hayan sido los jóvenes Miguel Herrán y Catalina Sopelana, dos bellezones con mucho talento que darán grandes papeles en el futuro.
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