Tramo 4, Etapa 1, Camino del Cid, La ciudad soñada: Teruel

Un desajuste en las fechas de alojamiento me retiene un día más en Mora de Rubielos. Regreso a Teruel, en autobús, con la muchachada que estudia en la ciudad y se desplaza desde los pueblos al instituto. Son las siete de la mañana y aún es de noche; suben perezosos y alborotadores como el ganado camino del matadero. Una vez en el interior, a oscuras, docenas de caras iluminadas por las pantallas de los móviles. Llegados a la capital me sorprende que el transporte no se dirija directo a la estación, sino de un centro de estudios a otro hasta recorrerlos todos. En el viaje de regreso, siete horas más tarde, haremos el recorrido inverso; para entonces los chicos han logrado despertarse y parecen una bandada de estorninos, alegres y bulliciosos: ellos con voz grave y actitud chulesca; ellas histriónicas y coquetas. Hormonas y granos por doquier, creo que no les envidio —todavía—.

Visito los antiguos aljibes de la ciudad. Somero y fondero se les llamaba, pues estaban a alturas diferentes y el rebose de uno iba a parar al siguiente. Inquieta pensar en lo dependientes que éramos – somos, sin duda – del agua y el escaso aprecio que a menudo le damos. Estos depósitos recogían la lluvia que caía de los tejados que rodean la plaza del Torico, hasta que la traída del acueducto dejó el sistema obsoleto; para quedar luego en desuso también, al menos en su función principal, ya que este es, además, viaducto: une la ciudad al arrabal salvando el barranco que hay debajo, ahora convertido en carretera. Son otros tiempos, pero es emocionante verlo aún gallardo, servicial y bello cuando abandonamos la ciudad entre el alboroto adolescente. En los aljibes sorprende el texto de un cartel: al parecer, cuando fueron construidos estos depósitos, una mujer —eran ellas las que acudían al pozo dos veces al día, por lo menos—, desde la edad de las que ahora comparten trayecto conmigo, habría recorrido 10.000 kilómetros a lo largo de su vida realizando solo esta labor. El lugar tuvo, además, la función de baño público —confío en que separando las aguas; a las destinadas a beber se las denominaba, acertadamente, “agua de boca”—; se establecían rigurosos turnos de uso: martes, jueves y sábados, varones cristianos; lunes y miércoles, mujeres cristianas; viernes, judíos y moros; el domingo no se abrían. Cuesta creer que esa fuera la frecuencia higiénica, me pregunto si no sería más bien la inversa, al menos en lo tocante a varones y mujeres. Entre otras, tuvo funciones de bodega o refugio antiaéreo durante la Guerra Civil. Hoy se ve y escucha caer el preciado líquido desde un caño cerámico que vierte a un depósito bajo una superficie traslúcida. Su empleo es tan solo testimonial o turístico, casi insignificante; aunque no se hace difícil pensar en un bombardeo, asedio —cuando se construyeron eran frecuentes—, o epidemia de peste sin posibilidad de tener acceso a él.

La catedral de Santa María de Mediavilla está situada en mitad de la villa de Teruel. Quienes ordenaron levantarla no se complicaron, por tanto, con el nombre y la advocación. Por seguir con el símil adolescente, este hermoso edificio ha ido pasando a lo largo de su existencia por tantas etapas y cambios que si fuera capaz de mirar atrás no se reconocería. Pero, ¿quién desea verse gritando a toda hora y con la cara llena de acné? Inicialmente románica, se construyó más tarde la hermosa torre campanario en estilo mudéjar. Por seguir el estilo gótico de elevar los muros y dar mayor luminosidad al espacio se eliminaron los contrafuertes y ampliaron las naves laterales. Se derribaron los antiguos ábsides y se anexó uno nuevo, cuadrangular; también una nueva techumbre en el mismo estilo que la torre; un precioso cimborrio y unos ventanales que dejan pasar la luz a través del alabastro de sus vanos. Ya en el interior, uno se queda boquiabierto ante el trabajo en madera de pino de la techumbre que sustenta el tejado. Su función es estructural, no solo decorativa, se esfuerza la guía en que comprendamos. Aun sin entenderlo del todo, la vista se posa en la multitud de dibujos y tallas polícromas que adornan vigas y planchas de madera: unidas como un enorme rompecabezas, soportan el tejado. A pesar de su belleza, parece que la de Teruel no se gustó a sí misma cuando era más joven —en realidad, a sus gestores, que decidieron cubrir su techumbre (no puedo decir artesonado bajo ningún concepto: ¡eso no sería estructural!) empleando yeso después de cinco siglos al aire; hoy diríamos que le hicieron bullying—; pero, hete aquí que ese “potingue” acabó por salvarla: la preservó de las inclemencias del tiempo y la conservó durante doscientos años más. Incluso sufrió mal de amores durante nuestra contienda civil. Una bomba cayó sobre el tejado destruyendo dos de sus vigas, afortunadamente restauradas con acierto, aunque algún despropósito —pero, ¿quién no los ha cometido en su juventud?— parece ser que las estrellas y luna que figuran en ellas resultan incongruentes en la figuración de ese arte. Pero no terminan ahí los cambios. A principio de siglo pasado aún se agregó el pórtico neomozárabe siguiendo las directrices de la torre; también la verja que lo precede, un espléndido trabajo de forja. En definitiva, ha ido cambiando con los siglos, siempre para mejor; adaptándose a pesar de cicatrices y contratiempos hasta convertirse en Patrimonio de la Humanidad. ¡Si hasta tiene calefacción! Claro que, en Teruel, o la ponen, o los fieles han de serlo mucho para escuchar misa en invierno. Al parecer se cambió el suelo original en madera de sabina por otro más “vistoso”: piezas cerámicas formando ajedrezado. Entretanto, la “señora” - después de ochocientos años se ha ganado el tratamiento— aprovechó para darse algún retoque: se ocultó los cables eléctricos y se puso suelo radiante. Eso se llama envejecer con elegancia.





Comentarios