Tramo 4, Etapa 8, Camino del Cid, La ciudad soñada: Altura-Algimia de Alfara

Agua. Bien parece el monotema en esta ocasión. Pero es que todo en el entorno hace referencia a ella, así se camina por estas tierras donde las palabras acequia, alberca, aljibe, azud, alcantarilla, o albufera —también albañal— remiten constantemente a esta: los armoniosos y bellos cultivos que observamos a paso paciente de caminante; los aromas ancestrales a huerto, otoño, fruto y fuego en el campo; los sonidos que susurran, hoy sí, trinos fervorosos de aves al oído dependen por entero de que el agua llegue a estos terrenos. Una vez allí, comienza el milagro de los de naranjos. Mimados, alzados sobre blandos colchones de tierra siempre húmeda, la umbría que se adivina bajo sus copas evoca el olor que tendrán en primavera, cuando se produzca la floración y el campo se llene de azahar. “Cualquier delito cometido bajo su influjo debería contemplarse con cierta indulgencia”, en palabras de Manuel Vicent mejor o peor recordadas. Sobre las laderas de los montes, elevados sobre bancales, asomándose a los barrancos, enormes manchas de verdor intenso contrastan vigorosamente con la tierra roja. Salvo en algunas explotaciones, donde el mimo o la prudencia —sin duda la fuerte inversión— lleva a los productores a cubrir grandes áreas con tendales de rafia para protegerlos del pedrisco. Recuerdan, en gran medida, a la producción de manzanas de La Rasa, Navapalos (Soria). Aunque la gran mayoría no están a cubierto. ¡Digo yo que el pedrisco será igual para todos! Ya a pie de árbol es posible ver y oler algunas de las variedades de maduración temprana. Más tarde tendré ocasión de probar alguna de ellas —llamada, “nulera”, por haber sido desarrollada en Nules, Castellón— y lo que acude a la boca es agua, junto con un exquisito dulzor y el punto exacto de acidez. 

Mientras camino, acude a mi memoria una vieja película de Roman Polanski, Chinatown. Su trama policíaco criminal tiene que ver, entre otras cosas, con grandes cantidades de agua desviadas de una presa que sirve al condado de Los Ángeles hacia unos enormes cultivos de naranjos situados en un valle próximo y la compra previa de terrenos en él. Memorable el corte —ficticio— en la nariz a J.J. Gittes (Jack Nicholson), o la cuestión que le formula Evelyn (Faye Dunaway) al encontrarse con él: “¿le duele?”, pregunta; “solo cuando respiro”, responde Gittes. 

Hace casi mil años, cuando el Cid tomó estas tierras, seguro que no existían las mangueras que gotean con precisión bajo la copa de cada árbol; las grandes llaves con sistemas de presión que impulsan el agua, ni los mecanismos de riego por control remoto a tenor de la pluviometría. Lo que sí salta a la vista es que las habitaba un pueblo ingenioso que sabía de lo que carecía desde los desiertos de los que llegaba; cómo gestionar ese bien tan escaso que, o bien transforma el terreno en barrancos y secarrales, o bien arrasa en riadas que discurren devastadoras por las ramblas.

El Cid no resulta simpático por estos lugares, me han recordado en más de una ocasión. Es lógico, fue un depredador, un guerrero de fortuna que vivió un tiempo peligroso en un espacio disputado por muchos contendientes. De no haber sido él quien tomase Valencia lo habrían hecho los almogávares —de hecho lo hicieron siete años después de su muerte, cuando su esposa Jimena hubo de abandonar la ciudad ante las hostilidades de estos—; o Berenguer Ramón II; o el rey taifa de Lérida —este poseía Denia, además (!)—; o el propio Alfonso VI. El Cid solo se adelantó a ellos. Pero en materia de pillaje y rapiña creó escuela, baste recordar a los Zaplana, Barberá, Camps, Fabra, Urdangarín o Matas, por recordar solo a algunos de los que operaban por aquí en los años noventa y siguientes. Habrá quien diga que unos fueron electos, el otro impuesto: quien no se consuela…

En el acceso a una de estas plantaciones, una gran bandera de España ondea izada sobre un blanco mástil. ¡Qué extraña moda esta de significarse, andar a vueltas con las enseñas, tener que demostrar que se es de algún lado! ¡Como si no fuera bastante con asimilar que somos los que fueron antes que nosotros! Al menos en este caso no lleva el aguilucho estampado, pero, visto cómo está el patio monárquico, tampoco parece muy esperanzador.

La casa donde me alojo tiene en gran estima un curioso azulejo decorado en el salón. Se trata de una cantarera: el lugar donde se colgaban o disponían los cántaros con agua para dar servicio a la vivienda. Sobre una repisa se colocaban los que se traían de la fuente —“entonces ir allí no representaba un problema: salías de casa, estabas con las amigas, conocías lo que pasaba en el pueblo”, comenta la dueña—; luego, con jarras de distintos tamaños colgados de unos clavos sobre aquella, se hacía un uso casi mezquino del líquido: no debía desperdiciarse una sola gota. De hecho, de camino a la vivienda, en algún caño público se advierte: “prohibido llevar más de 20 litros por persona”, o, se celebra con una placa en una plaza la llegada del agua a la población de Algimia. Hoy, la misma vivienda cuenta con un jacuzzi que me animan gentilmente a usar. Me da cierto apuro. Sería una pena que tuviesen que volver a la cantarera.

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