Valencia: tramo 5, etapa 0, Camino del Cid: la defensa del sur.

 ¿Cómo se recorre un jardín botánico? ¿De manera sistemática: vides,  medicinales,  hortícolas, cítricos,  bromelias,  acuáticas,  trepadoras, desérticas, etcétera? ¿O caótica: siguiendo el curso desordenado de los parterres   que interrumpen las labores de mantenimiento? Apuesto por escuchar mis pisadas sobre la grava  y deambulo bajo la sombra de especies exóticas,  entre docenas de cotorras que se disputan semillas y ramas con mirlos, palomas grises y urracas. Su algarabía transforma el jardín en selva tropical: luchan por la supervivencia igual que ocurre fuera, tras los muros de este vergel al que llega, amortiguado, el rumor del tráfico, las sirenas de la policía, el retumbar de martillos neumáticos y excavadoras. Acacia, ceiba, jaboncillo, kentia, ave blanca del paraíso, palma,  palmito... basta entrar aquí y escrutar sus nombres en la cartelas junto a los troncos, para encontrar la paz que niega el centro de la ciudad: "en Valencia es temporada alta todo el año", me aseguró el pasado un hostelero. Se aprecia en el mercado Central, junto a la Lonja y la iglesia de los Santos Juanes. Cada vez son más los locales que ofertan fruta cortada en envases de plástico,  zumos, chucherías,  bocadillos de jamón y bollería para consumo turístico; bajos, donde se venden paellas (el utensilio y la comida), ollas, fogones, planchas, más como  souvenir que como menaje. El mercado de Ruzafa, mucho menos bonito o populoso, ofrece el sabor vecinal que debió tener en tiempos el Central: un espacio donde los residentes se encuentran y reconocen desde hace años y no necesitan de avalanchas foráneas tras un paraguas de colores para levantar la verja del negocio cada mañana. Calabaza asada, longaniza de Ontiyent, banderillas de pulpo, mojama, quesos,  morcillas, embutidos,  encurtidos, frutos secos, anchoas,  bacalao y un sinfín de delicias pueden encontrarse en ambos, pero la autenticidad ya sólo en el segundo. 

Al lado del estanque resulta delicioso escuchar el  rumor del agua. Allí crecen ordenados los jacintos, nenúfares de variedades diversas, papiros de altas y orgullosas varas. Disparan la imaginación a las riberas del Nilo, al África del que procede ese arbusto de café que veré unos metros adelante: "el cafeto procede del continente africano, lo llevaron los árabes a Europa y los holandeses a América", afirma la leyenda junto a él. "De allí procede ahora la mayoría del que consumimos",  pienso para mí. En este espacio no hay fronteras. Este pequeño mundo que representa a la totalidad nada sabe de países o continentes. Sólo de semillas y raíces, de suelo fértil, calor y humedad. La misma que me empapa en el interior de un invernadero cuando, contemplando muy próximo la belleza de una orquídea carnívora, los difusores de riego comienzan a expulsar agua todos a un tiempo.

Un baño de refrescante realidad que agradezco con simpatía. La misma que me demuestra Ram, el indio que regenta la frutería cercana al hostal donde me alojo: mantuvo su local abierto hasta que alcancé a recoger las llaves que Ligia, la mujer de origen latino que lo regenta, había dejado para mí en su comercio. Eran las diez de la noche de un domingo y mantenía la sonrisa de un viernes. Ligia y Ram,  semillas en suelo fértil. 


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