Elche II: TRAMO 5, ETAPA 10, CAMINO DEL CID: LA DEFENSA DEL SUR

El hostelero en cuyo establecimiento me alojé en Novelda me dijo al saber que tenía intención de visitar el palmeral, "mira, Elche está lleno de palmeras, las hay por todas partes, pero si quieres ver algo realmente especial, ve al Huerto del Cura". No se equivocaba en absoluto. Es este un espacio desbordante de tesón, entrega, cariño y amor incondicionales por parte de su fundador y devoto cuidador, el cura José Castaño Sánchez. Le sucedió a su muerte el empresario Juan Orts Román y más tarde su hijo, quienes no cedieron a las presiones especulativas y urbanísticas, y es por eso que todos sus visitantes les debemos un espacio asombroso, apacible, bello, armonioso y muy edificante. Pasear sus senderos de grava escuchando las indicaciones y curiosidades de la audioguía desarrollada para el móvil por la dirección - ni siquiera un experto puede conocer la variedad de información que facilita- constituye un placer enorme. Caminos a la sombra fresca de innumerables tipos de palmeras procedentes de todos los rincones del mundo; estanques y albercas habitadas por peces, tortugas, patos; pavos reales y palomas que acuden a beber con familiaridad en ellos, habituados al tránsito de personas maravilladas, respetuosas, que se limitan a fotografiarlos. Hermosas o antiquísimas plantas tropicales -estrelitcias, cycas-; una bella colección de cactus de formas y propiedades increíbles; bambúes, buganvillas, yucas - esa planta con el tronco en forma de pie de elefante que sólo puede ser polinizada por una mariposa nocturna o polilla inexistente en Elche, de manera que cuando le brotan vástagos, le son arrancados-. Dispersas por el huerto una colección de estatuas que hacen mención a sus promotores, pero también a sus benefactores. Entre otros, Jaime I de Aragón, que tras la conquista de la ciudad se negó a talar el palmeral, cosa habitual entonces para no dar resguardo al enemigo. En un recoleto rincón, un busto dedicado a la emperatriz Elizabeth (Sisí), que visitó el huerto tras una recalada de su yate en Alicante y quedó fascinada por su belleza. En su honor se nombró la extraordinaria palmera macho de la que parten siete retoños desde el tronco y constituye el símbolo de la ciudad: La Palmera Imperial. 

Ya en el palmeral, quedo asombrado con la especie palo borracho o palo rosado (tiene bastantes nombres más en función de su origen): un espécimen con grandes púas en su tronco y preciosas flores, semejantes al hibisco, en sus ramas. Son polinizadas por colibríes y mariposas monarca, y utilizan los pinchos para protegerse de los ataques de los herbívoros. Su tronco es verde, como el de los cactus, ¿la razón?: si llegasen a faltarles las hojas por una sequía pronunciada, podrían hacer la función clorofílica empleando el tronco. Maravillas de la naturaleza y la adaptación de las especies al medio. 

En el debe del palmeral, algunos elementos arquitectónicos fuera de tono, de un gusto más que cuestionable, o que chirrían en un espacio tan bello: una ciclópea y pretenciosa fontana como alegoría del espacio vegetal, viales asfaltados (!), toscos taburetes elaborados con conducciones de agua (por más que se encalen, se distingue a la legua que lo son), o espacios descuidados, impropios de un lugar que es Patrimonio de la Humanidad. 

Entre el palmeral y la ciudad moderna, el gigante o minúsculo Vinalopó, pues las dos condiciones ostenta. En temporada de lluvias debe hacer honor al enorme canal que parte en dos la ciudad. Pero este Día de la Hispanidad el río apenas llega a regato, podría saltarse de una ribera a la otra sin problema. Desde lo alto, los ilicitanos que hacen deporte o pasean por sus orillas parecen hormigas; ahora bien, ha de ser temible cuando se desatan tormentas. Lo cierto es que es el único río que conozco que no desemboca en el mar, según comentario del vigilante forestal de la Generalitat Valenciana, a quien encontré en el singular espacio del CAU, "se lo beben las salinas de Santa Pola". 



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