Banyeres de mariola: TRAMO 5, ETAPA 5, CAMINO DEL CID: LA DEFENSA DEL SUR

Tres cruces y algunas flores donde no deberían estar. Dos en un paso a nivel sin barrera, en una curva. Tristemente, alguien tuvo la misma idea que yo para no verse obligado a rodear el barranco que ahora maldigo. En una está inscrito un nombre, Lolo. La otra es de color violeta, ni siquiera menciona al titular. La tercera se encuentra en un lugar absurdo, una rotonda desolada de un polígono industrial. Encintadas a una señal, unas flores de plástico y un cartel que dice, Oscar sobre ellas. Vistas desde un coche en marcha, se quedan dando vueltas en la cabeza unos instantes; cuando las encontramos de frente, caminando, inevitables, nos dejan clavados al terreno con perplejidad, pensando en la absoluta fragilidad de la vida.

Observó una cascada en el barranco que lleva de Ontiyent a Bocairent, junto a la Cueva de la monja. Una poza de aguas transparentes se llena con clamor ensordecedor. Rodeado de higueras, pinos, alisos y cañas, el paraje es tan hermoso que me asalta de nuevo la idea de un paraíso idílico, un lugar ideal donde los cazadores siempre cazasen y los recolectores siempre encontrasen frutos que llevarse a la boca. Parece que la realidad en el Paleolítico era más bien distinta: los cazadores solían peinar el territorio en busca de presas y, demasiado a menudo, volvían con las manos vacías, cuando no con un compañero magullado y más hambrientos que cuando salieron. Eran las mujeres quienes, habitualmente vinculadas a la crianza y los cuidados, saciaban el hambre de la tribu con los escasos frutos que lograban recolectar, asegura Juan Luis Arsuaga en una de sus obras.  

En el mismo paraje, un grupo de chicos y chicas adolescentes practica yoga, o meditación, o alguna actividad que los lleva a estar tumbados sobre esterillas alrededor del monitor. El silencio es absoluto cuando me acerco, provoca extrañeza ver a tanto chaval en estado tan poco frecuente. Por fortuna, todo vuelve a la normalidad una vez el responsable llama "a recoger". Entonces,  enrollan sus esteras con precipitación y parten a la carrera hacia el río, como impulsados por un resorte invisible. Uno de ellos comienza a trepar por las peñas igual que una cabra recién salida del establo, agota la paciencia del guía y lo lleva a encararlo, "Roger, baja de ahí enseguida, es que eres tonto o no te llega la sangre al cerebro". Me inclino por pensar que tiene los sesos encharcados, solo necesita oxigenarlos monte arriba.

Ese es el que enfrento enseguida con más pundonor que energía. Por alguna razón inexplicable me había hecho a la idea de que el trazado sería un paseo militar: el lecho de un río con las curvas de nivel pegaditas , pero distantes de este; la senda, trazada en amarillo sobre un plano bien definido... La realidad, extenuante. Un rompepiernas en constante sube y baja hasta alcanzar una cota de 800 metros. Lógicamente, la ruta no fue concebida para excursionistas, sino para instalar en el cauce del río molinos y batanes que impulsasen la heroica industria textil de hace siglo y medio. Por el mismo sendero, tallado en la roca en los tramos más estrechos, bajaban con caballerías las materias primas y subían las confecciones. Mantas, en su origen, sobre todo en Bocairent. Hoy es Ontiyent quien más produce. Las laderas se ven aún repletas de bancales abandonados que ya nadie labra. No es de extrañar, pensar en el trabajo empleado en levantarlos provoca mareo. Sirven de acicate para dejar la flojera y seguir con el ascenso. 

Paco, empresario del sector textil jubilado, me invita a compartir con él un plato de jamón y unas cañas. Ha recorrido el mundo entero vendiendo mantas y jerséis. Se iba a las ferias de Milán o París para copiar los modelos que luego reproducía en su fábrica de Bocairent. "El negro era el que mejor se vendía, tú. ¡Por el luto!, antes la gente guardaba el luto. Luego vinieron los ochenta y volvió a ponerse de moda", rebusca Paco palabras en castellano desde su marcado acento valenciano.  "Si volviera a nacer haría lo mismo, tú: mantas y jerséis". Hoy canta en una coral y es aficionado a los toros. Él es quien me cuenta por qué los naranjos se acaban en Ontiyent: "es por el frío, cada vez que asciendes cien metros de sierra baja la temperatura un grado". Tiene razón: a pesar de lo sudado en el barranco, el cuerpo pide manta en la cama y jersey durante la noche.

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