Orihuela II: TRAMO 5, ETAPA 12, CAMINO DEL CID: LA DEFENSA DEL SUR

Todo en Orihuela hace referencia a Miguel Hernández: la moderna estación de ferrocarril donde se detiene el AVE, la Casa Museo, el centro cultural que lleva su nombre o las referencias poéticas que se leen por calles y plazas de la ciudad estampadas en el suelo. Uno no puede dejar de preguntarse si habría sido tan querido de haber seguido vivo.
Me dirijo al convento de Santo Domingo, imponente edificio de estilos renacentista y barroco con dos claustros de estilo similar. Fue sede la universidad Pontificia y allí recibió Miguel Hernández su última formación reglada (antes había acudido a la guardería-escuela y después a las Escuelas del Ave María). Hasta el momento en que su padre lo pone a cuidar del rebaño de cabras familiar, a pesar de haberle sido ofrecida una beca por los jesuitas que lo regentan debido a sus buenas calificaciones y profundo interés por aprender. El convento se encuentra al lado de la casa paterna del poeta. Con ser mucho mayor e interesante, arquitectónica e históricamente, no despierta el interés de tanta gente como la que se dirige a la humilde vivienda a los pies del barranco donde acaba Orihuela. Un modesto centro de visitantes recibe de manera cálida y entusiasta al curioso, estudioso, celebridad (por aquí han pasado muchas: Joan Manuel Serrat, Luis Eduardo Aute, Eduardo Galeano, etcétera), y le invita a escuchar un vídeo con el único documento sonoro que se conserva del poeta: la emocionada lectura por su autor del poema, la Canción del esposo soldado; a curiosear entre los documentos que se conservan allí: ediciones de sus poemarios, fotografías con sus compañeros de generación (Aleixandre, Lorca, Buñuel, Alberti, Neruda... lo acogieron como tal aun siendo más joven). Personalmente, me siento emocionado al descubrir, en una de sus vitrinas, el disco titulado Miguel Hernández (1972), dedicado al centro por Serrat el pasado mes de febrero, cuando lo visitó una vez retirado de los escenarios. Igual que Dedicado a Antonio Machado, poeta (1969), o Hijo de la luz y de la sombra (2010); son obras fundamentales que han contribuido de manera decisiva al conocimiento, amor y respeto hacia la poesía de sus autores por el público en general. Con Serrat tenemos, pues, una deuda impagable los amantes de la paz y la concordia.
La casa es la pura sencillez: dos alcobas con las camas de Miguel (la original) y sus padres, una cocina con los utensilios y orzas usados entonces, y un pequeño recibidor-comedor. Detrás se encuentra el patio, el lavadero, el precario retrete, la parra; las cuadras y comederos de las cabras y, tras la tapia, el huerto: las higueras de aroma delicioso, este otoño de verano prolongado, y unos pocos surcos cultivados con verdura; por todo muro a la vivienda, la vertical desnuda del barranco que se alza tan árido e implacable como en el tiempo en que Miguel componía sus primeros versos.  Emociona acariciar los troncos de los árboles, posar la mirada donde el poeta buscó la inspiración: en la desnuda austeridad y belleza de lo sencillo. Claro que, hoy, la casa está remodelada: dudo que fuese cómodo o agradable vivir en ella hace un siglo. Mucho menos, en la desolada y urgente inquietud por huir de ella y partir hacia Madrid que tenía el autor para dar forma a su sueño. Lástima que se encontrase con la guerra. 
No es posible evocar su figura sin mencionar otro de sus versos cuando se cumplen, precisamente hoy, siete días del atroz atentado del movimiento Hamás contra el pueblo de Israel. Conducirá, sin duda, a otra guerra, una más: "Tristes guerras, si no es amor la empresa. Tristes guerras".

Una Charanga pasa pesada recorriendo las calles, tocan instrumentos de viento y percusión. La precede un grupo de "amigos" cantando a voz en cuello. En mi deambular por el casco de la ciudad la voy encontrando en diferentes puntos. En particular, donde hay bares y terrazas concurridos. No son fiestas en Orihuela, como había pensado en un primer momento. Convencido de haberles dado esquinazo, me siento en un velador a tomar el aperitivo. Orihuela no es muy grande, y esta etílica procesión de plomos está dispuesta a pregonar a los cuatro vientos que dos de ellos ... se casan. Él, ataviado como un cutre diablo; ella, bailarina de cancán. Recorren la ciudad entonando burdos cánticos: "el novio, el novio, el novio es cojonudo, como el novio no hay ninguno", atacan ellos; "la novia, la novia...", replican ellas.  Sólo varía el género: la novia es, también, cojonuda. Recuerdan a los personajes del cuadro de Goya, La romería de San Isidroen cambio, a mis vecinos de mesa, tres generaciones de una misma familia británica, les parece a lovely tradition cuando el camarero les explica la razón del insufrible jolgorio. Por fin se alejan; tanta paz lleven como dejan. Perdón por el ripio.

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