Orihuela I: TRAMO 5, ETAPA 11, CAMINO DEL CID: LA DEFENSA DEL SUR

A menudo, cuando digo que recorro el Camino del Cid, percibo franca antipatía hacia el personaje; en ocasiones, un desconocimiento profundo, lleno de tópicos y juicios en tiempo presente hacia un hombre que vivió y lucho en un mundo extremadamente difícil y hostil. Que ejercía mejor que nadie su profesión y la puso al servicio de aquellos que contrataban su brazo y el de su hueste. Algo muy habitual entre los de su clase y condición, aunque con mucha menos fortuna que él. Hasta que después de dos destierros y de haber sufrido en su familia la ira del rey Alfonso VI y la nobleza a su servicio, decidió actuar por su cuenta y tomar Valencia, contando sólo con sus fuerzas y aliados. Pasó a ser un rebelde, un renegado, un proscrito que habría dado lugar a un nuevo reino, de no haber sido por su muerte prematura (llegó a autointitularse, príncipe), o la de su hijo Diego en la batalla de Consuegra. Ejerció el asedio, la crueldad y la violencia extremas. Mas, así funcionaba el mundo entonces: frente a un imperio que se desmoronaba (el califato Omeya dividido en taifas a la muerte de su caudillo Almanzor), otro llamaba a las puertas desde los reinos cristianos, al norte de la península ibérica. En ese contexto, nuestro héroe fue quien de tomar una riquísima plaza que su mujer, Jimena, mantuvo aún durante tres años después de su muerte, ocurrida en 1099. Luego, el empuje de los almohades, llegados del África subsahariana, la reconquistaron de nuevo para el islam. Hasta la venida del rey Jaime I de Aragón en 1242, quien, por alguna razón, resulta más simpático y festejado en la Comunidad Valenciana. Aunque empleaba las mismas artes, las únicas posibles cuando la diplomacia no alcanzaba: las de la guerra. Ya en el siglo XX, la iglesia y el franquismo hicieron el resto en beneficio propio: distorsionaron la figura de un hombre que, si bien no fue un santo, tampoco un diablo; hizo lo que sabía en un contexto de guerra permanente. Los primeros se inventaron una leyenda para ingresar dineros por unas reliquias que nunca tuvieron (San Pedro de Cardeña). El segundo, distorsionó la historia y utilizó las supuestas virtudes cidianas como una cruzada religiosa contra el infiel musulmán. Desde su ideario, se comenzó el proceso glorioso de la reconquista del solar ibérico para España, cuando esta no existiría como tal hasta quinientos años después, con los Reyes Católicos. Nada de aquello era cierto. Pero caló en el imaginario colectivo: el Cid ganaba batallas aun después de muerto (en referencia a la batalla de Quart de Poblet, que ganó a los almorávides en un audaz golpe de mano, estando bien vivo). 

La del Cid es una historia que ha perdurado mil años porque tiene épica. Además de haber sido recogida (copiada del desaparecido original, concluyen los expertos) desde un poema magistral por Per abat, el abate Pedro, de San Esteban de Gormaz: El cantar de mío Cid. ¡Cien años después de su muerte! Todavía entonces el eco de su leyenda perduraba, y por eso el poema fue escrito: para ser narrado en pueblos, villas y plazas por las redes sociales de entonces, los juglares. Es de reseñar, en contra de lo que mucha gente piensa, que el Camino del Cid no recorre el trazado que, hipotéticamente (es imposible saberlo a ciencia cierta), recorrió el Cid en sus correrías, aunque pueda coincidir en muchos de sus tramos. Este camino sigue las localidades que aparecen en el Cantar, y esto es lo que lo hace, a mi modo de ver, más atractivo, literario y poético. También por ser un trazado poco o nada conocido y que, todavía, casi nadie transita, en comparación con el de Santiago (supongo que para disgusto de sus diseñadores). Aunque a medida que avanza hacia el sur, uno tiende a diluirse en el otro, pasando a denominarse Camino de Santiago de Levante o Camino de la Lana. Lo importante es que transcurre en soledad, en pleno contacto con la naturaleza y las personas que habitan sus pueblos (menos cada vez) y ciudades, en conexión con uno mismo y sus desvelos. Cosa imposible en el atestado Camino de Santiago. 

En esas reflexiones, me preguntaba si alguno de los "héroes" de nuestro tiempo —Jeff Bezos, Mark Zuckerberg, Bernard Arnault, Elon Musk, Rupert Murdoch— lograrán, como el Cid, perdurar mil años en el imaginario colectivo. A pesar de contar con inmensas cadenas de difusión de su imagen pública, me temo que no. Ellos se han dedicado a amasar inmensas fortunas, pero su gesta carece de épica. ¿Por qué sé que serán olvido? Porque ha ocurrido antes. Nadie habla hoy de Onasis, Vanderbilt, Getty o Rochefeller —a pesar de haber sido los hombres más ricos de su tiempo—, salvo la Wikipedia. Nadie ha narrado o narrará sus gestas si no es por encargo. Así, se diluirán en el tiempo como lo hicieron sus predecesores. No ocurre igual con Aquiles u Odiseo, a ellos los contó Homero (lo mismo da si son ficticios, demasiado a menudo la ficción desencadena la realidad: hoy, acudimos al enésimo conflicto palestino-israelí porque los judíos ocupan una tierra que dicen poseer por derecho: Yaveh lo dejó escrito en... ¡la Biblia! ¿Cómo se rebate eso?). Flavio Arriano glosó a Alejandro Magno, quien, inspirado por los héroes de la antigüedad, ensanchó las fronteras del mundo y llevó la cultura griega hasta Asia o África, transformándolo para siempre con su legado; o las innumerables biografías y textos dedicados a Napoleón Bonaparte, más que días vivió. Como Rodrigo Díaz de Vivar, esos hombres tuvieron épica, la que los convirtió en leyendas.

Pero, por volver a la realidad y poner de nuevo los pies en tierra, confieso que es agradable salir de nuevo al campo; dejar atrás la ciudad, el sonido del claxon, las máquinas perforadoras y el barullo de las personas; los insufribles niños y su perversa mutación, los adolescentes. Más malcriados cada día que pasa, hacen, sin tasa ni control, el orangután o la grulla por las calles. Cargan con sus hormonas desbocadas, además de sus aparatos móviles, patinetes y altavoces, sin consideración alguna hacia el resto de personas que ocupan el mismo espacio público. De modo que disfruto, cuando dejo Elche atrás, del graznido de las urracas o el zureo de las palomas, del rumor con sordina de la ciudad distante a medida que avanzo. De nuevo comparece el paisaje de huertas y cultivos extensivos: almendros, olivos, granadas, higueras, dátiles, naranjas —llegando a Orihuela se sumarán los limones, se ve que el frío aquí no es tan intenso—. Cómo no iba a luchar el Cid por esta tierra de Levante que los moros habían transformado en vergel con la gestión inteligente del agua del Júcar, el Segura, Vinalopó, Turia o sus afluentes. Toda ella es un enorme oasis feraz: de Valencia a Almería por el sur; por el norte hasta Francia, aunque no sean "tierras cidianas" propiamente dichas. Una vez llega el otoño, parece que baste extender la mano para recoger todo tipo de frutos. Lo mismo en invierno con la aceituna o la naranja tardía, además del cardo o las verduras propias de la estación. El reverso de la moneda es, ay, la cantidad de productos químicos que echan los agricultores a sus cultivos para hacer el producto más rentable o competitivo. El mercado se impone.

En un andar apresurado atravieso pueblos ricos y laboriosos, Albatera, Cox, Callosa de Segura. La riqueza se aprecia en fincas o viviendas alarmadas, valladas, invisibles tras setos recortados; en los coches de alta gama que recorren veloces las pistas y caminos. La laboriosidad, en poblaciones de casas feas, abigarradas, con estrechas aceras, caldeadas por un sol inclemente que se come —literalmente— los toldos de las ventanas. Allí habitan, en sorprendente proporción, los nuevos "moriscos". Aquellos que fueron expulsados a comienzos del siglo XVII por orden del rey Felipe III parecen haber regresado a estas poblaciones levantinas para hacerse cargo de los trabajos que los españoles no deseamos: la recogida de frutas y verduras en los campos. Igual ocurre en Callosa. La sed conduce mis pies hasta el bar, La amistad. En su terraza doy cuenta de litro y medio de agua en compañía de un nutrido grupo de hombres que fuma, bebe té o café, y mira, como todos miramos, el móvil; hablan en su lengua, me observan con extrañeza: "¿cómo habrá venido a parar aquí este español sudoroso?", parecen preguntarse. Todos tienen grandes manos de recolectores, rostros curtidos por el sol y la intemperie. La población huele a dulces esencias orientales, su calle principal se llena de negocios de ropa barata o alimentación. Una cantidad significativa de mujeres viste batas o vestidos musulmanes, se cubre con hiyab. Invariablemente, se rodean de numerosos hijos; los españoles preferimos las mascotas, mucho menos problemáticas.

Me sorprende la noche en las proximidades de Orihuela. Como "perito en lunas", atravieso los campos oscuros. En el camino de la Media Legua escucho rumores de acequia. Me detengo en una de sus compuertas para ver correr el agua mansa, dejándome embriagar por el macizo de jazmines que la rodean. Continúo mi camino. Saludo a un grupo de señoras que charlan a la fresca y me observan sorprendidas, como a un espectro que pasa sobrecargado, apresurado.

Por fin, la ciudad soñada. Aseado, cansado y hambriento, espero turno para cenar. Desde el ventanal del restaurante observo el exterior. Ser pobre y desear fumar: un hombre pasa veloz y recoge del suelo dos colillas grandes, a medio consumir; hay muchas más donde elegir, buenas, de cuatro caladas, por lo menos. Aquí se fuma rápido, por calmar el vicio, entre plato y plato. El patán que se sienta tras de mí —pelo engominado, cara abotargada, alto tono de voz y maneras desabridas con las mujeres que lo acompañan—, arroja una estupenda después de tres chupadas. No es mala cosecha si eres pobre y fumador. 

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