Orihuela I: TRAMO 5, ETAPA 11, CAMINO DEL CID: LA DEFENSA DEL SUR
En esas reflexiones, me preguntaba si alguno de los "héroes" de nuestro tiempo —Jeff Bezos, Mark Zuckerberg, Bernard Arnault, Elon Musk, Rupert Murdoch— lograrán, como el Cid, perdurar mil años en el imaginario colectivo. A pesar de contar con inmensas cadenas de difusión de su imagen pública, me temo que no. Ellos se han dedicado a amasar inmensas fortunas, pero su gesta carece de épica. ¿Por qué sé que serán olvido? Porque ha ocurrido antes. Nadie habla hoy de Onasis, Vanderbilt, Getty o Rochefeller —a pesar de haber sido los hombres más ricos de su tiempo—, salvo la Wikipedia. Nadie ha narrado o narrará sus gestas si no es por encargo. Así, se diluirán en el tiempo como lo hicieron sus predecesores. No ocurre igual con Aquiles u Odiseo, a ellos los contó Homero (lo mismo da si son ficticios, demasiado a menudo la ficción desencadena la realidad: hoy, acudimos al enésimo conflicto palestino-israelí porque los judíos ocupan una tierra que dicen poseer por derecho: Yaveh lo dejó escrito en... ¡la Biblia! ¿Cómo se rebate eso?). Flavio Arriano glosó a Alejandro Magno, quien, inspirado por los héroes de la antigüedad, ensanchó las fronteras del mundo y llevó la cultura griega hasta Asia o África, transformándolo para siempre con su legado; o las innumerables biografías y textos dedicados a Napoleón Bonaparte, más que días vivió. Como Rodrigo Díaz de Vivar, esos hombres tuvieron épica, la que los convirtió en leyendas.
Pero, por volver a la realidad y poner de nuevo los pies en tierra, confieso que es agradable salir de nuevo al campo; dejar atrás la ciudad, el sonido del claxon, las máquinas perforadoras y el barullo de las personas; los insufribles niños y su perversa mutación, los adolescentes. Más malcriados cada día que pasa, hacen, sin tasa ni control, el orangután o la grulla por las calles. Cargan con sus hormonas desbocadas, además de sus aparatos móviles, patinetes y altavoces, sin consideración alguna hacia el resto de personas que ocupan el mismo espacio público. De modo que disfruto, cuando dejo Elche atrás, del graznido de las urracas o el zureo de las palomas, del rumor con sordina de la ciudad distante a medida que avanzo. De nuevo comparece el paisaje de huertas y cultivos extensivos: almendros, olivos, granadas, higueras, dátiles, naranjas —llegando a Orihuela se sumarán los limones, se ve que el frío aquí no es tan intenso—. Cómo no iba a luchar el Cid por esta tierra de Levante que los moros habían transformado en vergel con la gestión inteligente del agua del Júcar, el Segura, Vinalopó, Turia o sus afluentes. Toda ella es un enorme oasis feraz: de Valencia a Almería por el sur; por el norte hasta Francia, aunque no sean "tierras cidianas" propiamente dichas. Una vez llega el otoño, parece que baste extender la mano para recoger todo tipo de frutos. Lo mismo en invierno con la aceituna o la naranja tardía, además del cardo o las verduras propias de la estación. El reverso de la moneda es, ay, la cantidad de productos químicos que echan los agricultores a sus cultivos para hacer el producto más rentable o competitivo. El mercado se impone.
En un andar apresurado atravieso pueblos ricos y laboriosos, Albatera, Cox, Callosa de Segura. La riqueza se aprecia en fincas o viviendas alarmadas, valladas, invisibles tras setos recortados; en los coches de alta gama que recorren veloces las pistas y caminos. La laboriosidad, en poblaciones de casas feas, abigarradas, con estrechas aceras, caldeadas por un sol inclemente que se come —literalmente— los toldos de las ventanas. Allí habitan, en sorprendente proporción, los nuevos "moriscos". Aquellos que fueron expulsados a comienzos del siglo XVII por orden del rey Felipe III parecen haber regresado a estas poblaciones levantinas para hacerse cargo de los trabajos que los españoles no deseamos: la recogida de frutas y verduras en los campos. Igual ocurre en Callosa. La sed conduce mis pies hasta el bar, La amistad. En su terraza doy cuenta de litro y medio de agua en compañía de un nutrido grupo de hombres que fuma, bebe té o café, y mira, como todos miramos, el móvil; hablan en su lengua, me observan con extrañeza: "¿cómo habrá venido a parar aquí este español sudoroso?", parecen preguntarse. Todos tienen grandes manos de recolectores, rostros curtidos por el sol y la intemperie. La población huele a dulces esencias orientales, su calle principal se llena de negocios de ropa barata o alimentación. Una cantidad significativa de mujeres viste batas o vestidos musulmanes, se cubre con hiyab. Invariablemente, se rodean de numerosos hijos; los españoles preferimos las mascotas, mucho menos problemáticas.
Me sorprende la noche en las proximidades de Orihuela. Como "perito en lunas", atravieso los campos oscuros. En el camino de la Media Legua escucho rumores de acequia. Me detengo en una de sus compuertas para ver correr el agua mansa, dejándome embriagar por el macizo de jazmines que la rodean. Continúo mi camino. Saludo a un grupo de señoras que charlan a la fresca y me observan sorprendidas, como a un espectro que pasa sobrecargado, apresurado.Por fin, la ciudad soñada. Aseado, cansado y hambriento, espero turno para cenar. Desde el ventanal del restaurante observo el exterior. Ser pobre y desear fumar: un hombre pasa veloz y recoge del suelo dos colillas grandes, a medio consumir; hay muchas más donde elegir, buenas, de cuatro caladas, por lo menos. Aquí se fuma rápido, por calmar el vicio, entre plato y plato. El patán que se sienta tras de mí —pelo engominado, cara abotargada, alto tono de voz y maneras desabridas con las mujeres que lo acompañan—, arroja una estupenda después de tres chupadas. No es mala cosecha si eres pobre y fumador.
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