Alzira: TRAMO 5, ETAPA 2, CAMINO DEL CID: LA DEFENSA DEL SUR

La propietaria del hotel Isabel me habla de pesca en el mostrador de recepción.  De las noches que pasaba con su padre en la Albufera tratando de sacar anguilas, "porque este pez se pesca de noche, ¿sabes?". Lo ignoro todo sobre la anguila. "Antes, había que ensartar varias lombrices con una larga aguja en un sedal. Pero el premio era estar con él bajo las estrellas, escuchando el chapoteo de la percha y el vuelo de los patos entre las cañas. Entonces no había GPS, debías conocer la laguna como la palma de la mano. Ahora lo acompaña mi hija", concluye con un punto de melancolía. Añade que él fue quien se ocupó de ella cuando era más pequeña. Quien la llevaba a las actividades o la recogía en el colegio, -"su padre y yo estábamos"- pienso que va a decir, "separados", pero me da a entender con tristeza que se ocupaban de hacer dinero: el hotel supone una desmesura en un pueblo como Almusafes. Cuando le digo que vengo de Galicia se le abren los ojos como platos, asegura que visitarla es uno de sus sueños. "Las ostras, podría comer docenas". Prefiere las pequeñas, no las que son demasiado grandes o viscosas, las que ocupan todo el paladar y son mayores que un bocado. De pronto, cae en la cuenta del cariz de intimidad que toma la conversación con una persona a la que no conoce de nada. Cuando está a punto de revelar la aventura del hotel Isabel -"que era la casa de mi abuela"-, se detiene en seco y zanja, "pero esa es otra historia". Ocurre en ocasiones: personas del todo ajenas a la vida de uno son capaces, en unos minutos, de compartir vivencias que no confiarían a un hermano o al psicólogo. También ocurre al contrario. Tal vez sea la necesidad de descargar el alma que todos llevamos dentro. 

Al recorrer el pueblo de mañana caigo en la cuenta de lo feo y poco armonioso que es. En cambio, tiene una alegría de vecindad que ya quisieran para sí otros más bonitos. Las señoras se paran a charlar unas con otras, arrastran sus carritos camino del mercado. El tiempo se detiene, la compra es lo de menos. Una algarabía de chiquillos camina hacia el colegio delante de sus madres. Estas se desgañitan en los cruces de las calles, les gritan como a una bandada de gorriones despistados. Los hombres almuerzan en ropa de faena en las terrazas de los bares. Hablan a voz en cuello. Se habla muy alto en Almusafes. 

Dos tipos se saludan. Hablan de los perros. Creo entender que uno de ellos quiere deshacerse de su perra. Están disconformes con la nueva ley de maltrato animal. "Así que, Santas Pascuas", afirma mientras se palmea las manos arriba y abajo, zanjando el asunto. El otro lo anima, "si es que ahora están mejor que las personas, si es que no se puede hacer nada. Bueno, la puedes violar, pero si no le haces daño. Entonces no es delito". Lo comentan sin rubor, delante de sus mujeres, que al  tiempo hablan de la ropa que pasará de uno de los hijos al de la otra. Meto la nariz en el móvil, como todo el mundo. No me veo enzarzado en una disputa propia de "las dos Españas".

Atravieso los cultivos camino de Alzira. Sigo inquieto con el misterio del agua. Es tanta la que circula por las acequias y se vierte a los naranjos, que resulta conmovedor. Están verdes aún, pero ya se recogen, parece que van primero a las cámaras.  Eso me aseguró la chica del hotel Isabel. Esta es la huerta que inspiró a Blasco Ibáñez su novela Entre naranjos. No es de extrañar. A pesar de estar ya el fruto en el árbol, de vez en cuando un aroma a azahar lo saca a uno del camino. Me hago con un ramillete que crece a la sombra, fuera de estación, para mi fortuna. Su olor me acompaña algunos kilómetros prendido en la mochila. Al final, desfallece y se marchita por efecto del calor y la falta de riego. "El árbol es agua puesta en pie", escribe Joaquín Araujo.

Entre Alzira y Algemesí, en medio de los campos, me saluda un adolescente desde su patinete. Me pregunto qué sentirá en primavera, al atravesarlos veloz en su montura. ¿Será consciente de cabalgar por el paraíso?


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