Tramo 4, Etapa 13, Camino del Cid, La ciudad soñada: Valencia

“Tenéis que tener esto presente, ¿vale?” —advierte, casi recrimina, el guía al grupo turístico que comanda— “porque las comidas y la marcha están, o en el Carmen, o en Ruzafa”, mientras señala con una y otra mano un lugar y su opuesto, ambos visita obligada, al parecer, en la ciudad. Por mi parte, apuro el paso en la tercera tentativa para visitar la catedral. A la primera, parece que llegué tarde; en cambio, la subida al campanario o Micalet permanecía abierta, generando sus buenos ingresos —“2 € por ascenso, 20 minutos a lo sumo”, advertía desde el arranque de la escalera un cartel adherido a la ventana de la taquilla con aspecto y olor a confesionario: ‘con la iglesia hemos topado, Sancho’, dije para mí—. En la segunda ocasión no se abría más que para el culto. En la tercera, bien madrugado y desayunado, la cola de espera tenía doscientos metros de longitud. Conclusión: “Lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible”, como sentenció Rafael Guerra y suscribo plenamente. No poco frustrado —después de todo, allí solo está el sepulcro del poeta Ausias March; el mismísimo Cid dotó la catedral, es decir, puso la “panoja” para transformarla en lo que es actualmente, luego de haber sido mezquita aljama, y, en el mismo acto de dotación, se declaró príncipe, rubricando las únicas palabras manuscritas que se conservan de él: Ego Ruderico Campidoctor …; además, sobre el altar mayor, se pueden contemplar bellas pinturas renacentistas de ángeles músicos recientemente descubiertas bajo una bóveda barroca, encargadas por Roderic de Borja, futuro papa Luna, en el siglo XV—, opté por visitar La Almoina. No me arrepentí. El espacio, próximo e interesantísimo, nos habla de los orígenes de la ciudad: de su fundación romana y el olvido en que calló durante más de sesenta años tras ser invadida y arrasada por Pompeyo. En ese lugar, bajo el suelo actual, se encuentra el mismísimo corazón de la urbe: el cardo y cumeno máximos, las dos líneas dispuestas en sillares de piedra que, al cruzarse, aparejaban el trazado del resto de la ciudad. A partir de ellos comenzaban a edificarse el foro — en la intersección, o su cercanía, como es el caso de Valencia— y las insulae, nuestras actuales manzanas, en las ciudades romanas. Es más, las cuarenta mil ciudades fundadas en la América hispana siguen este modelo por una ordenanza de Felipe II: en damero, con una plaza central en la intersección de dos calles principales. Pero, aún es más interesante tratar de comprender cómo, a la ciudad romana, se superpone la visigoda; o la musulmana, tras la invasión árabe de principios del siglo VIII, y a esta la medieval ya sobre nuestras cabezas hasta llegar a la época contemporánea y crecer hacia las huertas, o propiciar ensanches, sepultar acequias, y cruzar el río Turia. Quizás sea por eso que esta, como les ocurre a todas aquellas ciudades que conservan su casco desde el medievo, no sea sencilla de transitar sin perderse, aun siguiendo el callejero en el móvil: observo que no soy el único que, obedeciendo al aparato, se ve obligado a volver sobre sus pasos tras haberse equivocado: la planta de la ciudad crece en torno a la catedral y sus aledaños en una suerte de espiral “caótica” para el canon romano. Todo se comprende bien desde La Almoina; el resto lo completa el guía: el Carmen, intramuros; Ruzafa en el ensanche.

Quiso la casualidad o la suerte que encontrase alojamiento en Bonaire, —un moderno, a la par que espantoso, centro comercial con hotel anexo. Horrible templo al consumo similar al que pueda encontrarse en cualquier parte del país, si no del mundo. El apartado de la suerte lo constituyó el hecho de que, para llegar hasta él en autobús, se ha de atravesar el barrio de Quart de Poblet (Cuarte, en el siglo XI). Allí tuvo lugar la famosa espolonada de Álvar Fáñez, y el rodeo a través de una acequia para sorprender a las tropas almorávides desde la retaguardia por el Cid y los suyos. La cosa salió bien. Los almorávides huyeron en desbandada al creer que Alfonso VI había llegado en ayuda del de Vivar, como se había preocupado de pregonar entre los invasores semanas antes. El barrio no tiene nada de particular, salvo la distancia al centro (unos seis kilómetros en línea recta), y la evocación sentimental de atravesarlo (son doce kilómetros rodeando por Xirivella, como hizo el guerrero y recoge el historiador, David Porrinas González en El Cid, Historia y mito de un señor de la guerra).

A Ruzafa no acudí, pero sí al Carmen. No puedo aportar una visión crítica y objetiva de su gastronomía por el único menú que tomé —arroz caldoso con verduras y pulpo (!); tacos de atún con patatas, café, bebida y pan, 18 €; juzguen ustedes—. De otra parte, sorprende el CCCC (Centro de Cultura Contemporánea del Carmen), antiguo monasterio de nombre homónimo, antes Escuela de Bellas Artes, y hoy adaptado como espacio de cultura y participación ciudadana. Varias salas de exposiciones y dos claustros con áreas de descanso y esparcimiento: conciertos y artesanía en uno de ellos; interesante exposición crítica, concienciadora del espacio que la ampliación del puerto como terminal de cruceros supondrá para el entorno (en la actualidad ya es puerto comercial, pesquero, deportivo, terminal de vehículos y de contenedores), la lámina de agua que ocupa supone una superficie similar a la mitad de la ciudad; el impacto por esperas y vertidos, en un espacio a muy poca distancia de huerta y albufera (referentes ecológicos, turísticos y gastronómicos en la Comunidad Valenciana), será significativo. En el mismo espacio una exposición antológica de la obra del ingeniero y diseñador Jaime Hayon. Memorable. El comisario (o comisaria) que le puso el título, InfinitaMente, no se aparta un ápice de la definición. Objetos de uso cotidiano (sillas, mesas, pomos, percheros), artefactos (decorativos, expositivos, iluminaciones), procesos (cuadernos de bocetos, moldes, pruebas con materiales), alfombras, tapices, pinturas, cerámicas y un largísimo, etcétera, hacen de este hombre un universo en sí mismo. No cometan, como fue mi caso, el error de transformarlo en anglosajón (Jamie): Jaime es madrileño; su trabajo, universal.

Como universal sigue siendo el corazón de Valencia. Solo esa tríada de edificios que conforman el centro —Mercado aparte— merecen la visita, aunque esté a rebosar de turistas (después de todo, lo somos todos de un modo u otro): Catedral, Palacio de la Generalitat y Lonja, son tres obras donde intervino en mayor o menor medida el arquitecto Pere Compte, y dejan boquiabierto a quien las contemple. La lonja, concebida para atraer comercio a la ciudad, fijar población y lograr disuadir a la piratería berberisca de atacarla, comenzó a levantarse en 1468 y es un prodigio de robustez, ligereza y belleza al mismo tiempo. De estilo gótico, sin contrafuertes, y con influencia renacentista, fue concebida con amplios ventanales que dejan pasar la luz, y suelos en mármol ajedrezado que la reflejan. Las columnas de la Sala de Contratación se alzan livianas, dibujan formas retorcidas que sustentan techo y muros de dos metros de espesor sin esfuerzo aparente. En el segundo piso estaba el Consulado de Mar, regía las normas marítimas vigentes en el siglo XVI. Es espectacular el artesonado con piezas que se encajan unas en otras sin clavos, apenas donde es imprescindible. Los jardines, plantados con naranjos y frutales variados, o verduras en huertos separados por arrayanes, tenían una fuente en su interior con peces y surtidores; había pájaros exóticos enjaulados, o en las ramas de los árboles, fueron muy alabados por Felipe II en una de sus visitas a la ciudad. Además de los usos mencionados, fue depósito de trigo, hospital, taula de cambios con dos notarios que trataban de evitar la usura, centro comercial, marítimo, … incluso celebró sesiones de Cortes durante la guerra civil al trasladarse allí el gobierno de la nación. También acogió la capilla ardiente de uno de sus hijos más ilustres, el escritor Vicente Blasco Ibáñez. 

En fin, una y mil visitas que se hiciesen seguirían siendo pocas a esta ciudad vibrante, cambiante, polémica y acogedora como pocas. Bien lo sabe Julio Bustamante cuando canta, Valencia no s’acaba mai.

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